La Torre se alza a poca distancia de la casa, en un promontorio sobre el valle del Arno. Cuando por primera vez fui a Donnini habitaba allí una familia de campesinos y pertenecía todavía a la familia Guicciardini, entre cuyos antepasados se cuenta el protector del poeta Guido Cavalcanti, amigo de Dante. Y aunque Beatrice solía decir, con un brillo ligeramente rapaz en sus ojos, "tengo la ilusión de comprar esa Torre", confieso que también yo tuve alguna intención al respecto. Como niño, caminando por el Périgord, había pasado horas en la famosa torre de Montaigne, con las incripciones griegas y latinas en las vigas, y ahora también yo me hacía ilusiones -las ilusiones de un itinerante compulsivo- de asentarme en el sonriente paisaje toscano y darme a ocupaciones eruditas. La ilusión de Beatrice, sin embargo, era mucho más fuerte que la mía. Por otra parte, he notado en ella un talento para llevar las ilusiones a la acción. Los inquilinos se marcharon. Ella compró la Torre y comenzó las obras de restauración.
Cada vez que me instalo en un lugar fijo, el lugar se vuelve un mar de libros y papeles y camas deshechas y ropas tiradas aquí y allá. Pero la Torre es un lugar donde siempre he trabajado con la cabeza clara y bien, en invierno y en verano, de día o de noche -y los lugares donde uno trabaja bien son los lugares que uno más ama-.
Anatomía de la inquietud
Bruce Chatwin
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