Como de costumbre, llegué justamente a tiempo para detener la lancha de vapor, que ya se estaba alejando del muelle. Me iba para Changchow, mi ciudad natal y mi Meca. Faltaba de mi hogar desde hacía años, y pocos vagabundos regresan a sus hogares paternos con un placer más intenso que el que yo sentía aquella mañana de diciembre. De Amoy a Changchow hay unos cincuenta y cinco kilómetros, y se había construído una carretera para automotores por la que transitaba una línea de ómnibus que, se suponía, iba a llevarnos hasta allí en hora y media. Tal es, tengo entendido, el gran progreso de la comarca desde mis días de colegio.
La lancha de vapor iba a llevarnos de la isla de Amoy al litoral vinculado a Changchow. En la lancha había ya unos veinte pasajeros, entre ellos dos muchachas estudiantes y un mercader vuelto de los mares del sur, vestido ostentosamente, que se revolcaba en todas las glorias de su reloj pulsera de oro y su boquilla con franja del mismo metal. Era un hombre de unos cuarenta años, de aspecto algo aceitoso, pero que llevaba escarpines, lo cual me hizo recordar que era crudo invierno en Amoy. Hablaba con voz estentórea, y en tal forma, que todo el mundo podía o debía escucharle. "Soerabaya... Siam... Annam... Soerabaya". Las sílabas rodaban de sus labios como mármoles perfectamente redondeados. A su lado había una mujer, quieta, modesta, y de no mala presencia, pero que se revolcaba todavía más que aquél en las glorias de sus brazaletes de oro y una cadena de oro con un broche que podía haber pesado más o menos media onza. Las estudiantes miraban a esa mujer y reían entre dientes. Llevaban enormes capas de lana sobre los hombros como si fuesen chales españoles. El hecho de que las muchachas llevaran polleras muy cortas hacía resaltar aquel efecto; de modo que no se podía ver nada, excepto los chales y las piernas. El contraste entre ellas y la mujer del mercader de los Mares del Sud era perfecto. Ésta era la Vieja China y aquellas representaban la China Moderna. Y la China Moderna se reía entre dientes de la Vieja China. La China Moderna -o, mejor dicho, las dos Chinas Modernas- tenían el cabello con ondulación permanente.
Traducción de Alfredo Weiss y Héctor F. Miri
La lancha de vapor iba a llevarnos de la isla de Amoy al litoral vinculado a Changchow. En la lancha había ya unos veinte pasajeros, entre ellos dos muchachas estudiantes y un mercader vuelto de los mares del sur, vestido ostentosamente, que se revolcaba en todas las glorias de su reloj pulsera de oro y su boquilla con franja del mismo metal. Era un hombre de unos cuarenta años, de aspecto algo aceitoso, pero que llevaba escarpines, lo cual me hizo recordar que era crudo invierno en Amoy. Hablaba con voz estentórea, y en tal forma, que todo el mundo podía o debía escucharle. "Soerabaya... Siam... Annam... Soerabaya". Las sílabas rodaban de sus labios como mármoles perfectamente redondeados. A su lado había una mujer, quieta, modesta, y de no mala presencia, pero que se revolcaba todavía más que aquél en las glorias de sus brazaletes de oro y una cadena de oro con un broche que podía haber pesado más o menos media onza. Las estudiantes miraban a esa mujer y reían entre dientes. Llevaban enormes capas de lana sobre los hombros como si fuesen chales españoles. El hecho de que las muchachas llevaran polleras muy cortas hacía resaltar aquel efecto; de modo que no se podía ver nada, excepto los chales y las piernas. El contraste entre ellas y la mujer del mercader de los Mares del Sud era perfecto. Ésta era la Vieja China y aquellas representaban la China Moderna. Y la China Moderna se reía entre dientes de la Vieja China. La China Moderna -o, mejor dicho, las dos Chinas Modernas- tenían el cabello con ondulación permanente.
Traducción de Alfredo Weiss y Héctor F. Miri
Amor e ironía
Lin Yutang
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