El torrero, de mil bigotes -nunca he podido saber cuál era el suyo-, me ha pedido si, por una noche, quería encargarme de la luz. Hemos subido a la torre, me ha enseñado el mecanismo y me ha dado las llaves. Al caer el sol, yo aparejaba y ponía en marcha según prescripción y norma. De momento, me hechizaba el paso de los haces luminosos por las viñas -las cuales diríais que verdeaban como en el mediodía-, por los pinares que se recortaban al fondo de la claridad y por las rocas. Pero mi sorpresa -maravilla, prodigio, magia- se ha producido al darme cuenta de que al estallido de la oscuridad, ya en plena noche, el haz de luz se proyectaba, a cada giro, en un país nuevo, en paisajes inesperados, en islas no previstas, en lugares de fábula y conseja. No soy milagrero: sin embargo, os digo que por todas partes donde se proyectaban los haces de la luz del faro, regulares y monótonos, aparecía lo increíble, como si la roca de la torre, desprendida, surcara, a velocidad no muy fácil de concebir, todos los mares del mundo y cerca de la orilla. Ha habido momentos en los que he creído que la roca y el castillo del faro eran navío que navegaba de noche según un proyecto maduro y germinativo. Las costas con sus puertos y ciudades, los estrechos y los escollos evocadores o terribles, las islas ilustres y fecundas, las playas y los promontorios famosos; y también el Archipiélago con el Templo, las Columnas, la Estatua y el Olivo. ¡Como en pleno día, y yo solo dominando el misterio! Hoy he descubierto el secreto de los torreros a su profesión dura y responsable. Ellos, solitarios, son los videntes de lo que fue y de lo que será. Cada noche y a cada minuto, el haz luminoso les muestra la Eterna Permanencia.
El torrero y la Eterna Permanencia
J. V. Foix
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