La región que atravesábamos remontando la orilla derecha del Salouen estaba mucho más poblada que las que habíamos recorrido desde que entramos en el Tíbet. Había muchas aldeas y los cultivos cubrían la mayor parte de las tierras bajas. Los bosques habían desaparecido y, en las alturas, no se veían más que pendientes áridas. A menudo, el río penetraba en las brechas gigantescas de las montañas, entre rocas, cortadas a pico, como contrafuertes, de la cadena paralela a su lecho. Estos peñascos a veces cortaban el valle obstaculizando nuestra marcha. Cada etapa nos reservaba el placer de una ascensión de varios centenares de metros con descenso, naturalmente obligatorio, de la ladera opuesta y a veces esta gimnasia se repetía dos veces en el mismo día.
Esta parte, tan distinta de las regiones cubiertas de bosques del Kham, o a las inmensas soledades cubiertas de hierba del norte o aun a las áridas mesetas cercanas al Himalaya, nos hacía descubrir un nuevo Tíbet y, por muy cansados que estuviéramos, disfrutábamos más que nunca del encanto de nuestra hermosa aventura y de nuestra vida despreocupada de vagabundos.
Esta parte, tan distinta de las regiones cubiertas de bosques del Kham, o a las inmensas soledades cubiertas de hierba del norte o aun a las áridas mesetas cercanas al Himalaya, nos hacía descubrir un nuevo Tíbet y, por muy cansados que estuviéramos, disfrutábamos más que nunca del encanto de nuestra hermosa aventura y de nuestra vida despreocupada de vagabundos.
Viaje a Lhasa
Alexandra David-Néel
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