Palacio del Engaño es como dicen laberinto los tibetanos. Un reino al que peregriné en el verano de 1996. Fue entonces cuando subí por primera vez al "pequeño" Tíbet. Y digo subir, más que por la altura, por las dificultades de todo tipo que ese viaje conlleva. No es fácil, por múltiples y variadas razones, llegar al "techo del mundo". Pero una vez allí, las experiencias que puedes vivir te recompensan sobradamente de las penalidades que ya has pasado, o que te están esperando. En mi caso, aún más; pues fueron tan intensas y profundas, que ya no pude sustraerme a esa especie de mágica atracción que a muchos hace volver una y otra vez al "país de las nieves". Incluso habiendo visto la muerte a dos pasos de ti.
El Tíbet es un lugar mágico, y lo digo y repito aunque pueda parecer un tópico. Pero esas mágicas vibraciones, ese magnetismo que te penetra y transforma, no se sienten en Lhasa, ni en los circuitos turísticos. Hay que viajar al Tíbet profundo, vivir en las grutas, subir a las montañas, pelear con el granizo y con el barro, o con el frío y el hambre. Per aspera ad astra, que además allí están más cerca. Para todos, o casi todos, el Tíbet es el yak. Para mí, el Tíbet es el cielo y sus estrellas.
El Tíbet es un lugar mágico, y lo digo y repito aunque pueda parecer un tópico. Pero esas mágicas vibraciones, ese magnetismo que te penetra y transforma, no se sienten en Lhasa, ni en los circuitos turísticos. Hay que viajar al Tíbet profundo, vivir en las grutas, subir a las montañas, pelear con el granizo y con el barro, o con el frío y el hambre. Per aspera ad astra, que además allí están más cerca. Para todos, o casi todos, el Tíbet es el yak. Para mí, el Tíbet es el cielo y sus estrellas.
En el país de las nieves
Iñaki Preciado Idoeta
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