Aparté ceremoniosamente la cortina sombría y polvorienta que me había indicado. Sí, el libro estaba allí. El centésimo nombre. Habría esperado hallarlo en una especie de estuche, escoltado por dos cirios, o acaso abierto encima de un atril. Pero no, nada de eso, estaba tendido en una estantería, junto con otras obras, al lado de plumas, tinteros, una resma de hojas blancas, un acerico y algunos objetos más en desorden. Lo cogí con mano vacilante, lo abrí por la primera página y comprobé que realmente era el mismo libro que me regaló el anciano Idriss el año pasado y que llegué a creer irremediablemente tragado por el mar.
¿Asombrado? Sí, asombrado. Y legítimamente agitado. Todo aquello era milagroso. Es mi primer día en Londres, apenas se han acostumbrado mis piernas a la tierra firme y ya tengo entre las manos el libro que persigo desde hace una año. Mi anfitrión me concedió tiempo para la emoción. Esperó que volviera en mí, que me sentara, con el libro estrechado contra los latidos de mi corazón. Luego me dijo, sin entonación interrogativa alguna:
-Es ése el que busca vuestra merced...
Dije que sí. A decir verdad, no podía distinguir gran cosa, no había claridad bastante en aquel cuarto. Pero había visto el título, y antes ya había reconocido el libro por fuera. No me cabía ninguna duda.
-Supongo que vos leéis perfectamente el árabe.
Le volví a decir que sí.
-Entonces os propongo un trueque.
Alcé los ojos, aún agarrado al tesoro recobrado. El capellán parecía meditar intensamente, y su cabeza me pareció todavía más imponente, aún más voluminosa, incluso descontando la barba y la cabellera blanquecina.
-Le propongo un trueque -repitió, como para concederse todavía unos cuantos segundos de reflexión-. Vos queréis ese libro, y yo quiero tan sólo averiguar lo que contiene. Leámelo, de principio a fin, y luego puede llevárselo vuestra merced.
También entonces dije que sí, sin sombra de vacilación.
¿Asombrado? Sí, asombrado. Y legítimamente agitado. Todo aquello era milagroso. Es mi primer día en Londres, apenas se han acostumbrado mis piernas a la tierra firme y ya tengo entre las manos el libro que persigo desde hace una año. Mi anfitrión me concedió tiempo para la emoción. Esperó que volviera en mí, que me sentara, con el libro estrechado contra los latidos de mi corazón. Luego me dijo, sin entonación interrogativa alguna:
-Es ése el que busca vuestra merced...
Dije que sí. A decir verdad, no podía distinguir gran cosa, no había claridad bastante en aquel cuarto. Pero había visto el título, y antes ya había reconocido el libro por fuera. No me cabía ninguna duda.
-Supongo que vos leéis perfectamente el árabe.
Le volví a decir que sí.
-Entonces os propongo un trueque.
Alcé los ojos, aún agarrado al tesoro recobrado. El capellán parecía meditar intensamente, y su cabeza me pareció todavía más imponente, aún más voluminosa, incluso descontando la barba y la cabellera blanquecina.
-Le propongo un trueque -repitió, como para concederse todavía unos cuantos segundos de reflexión-. Vos queréis ese libro, y yo quiero tan sólo averiguar lo que contiene. Leámelo, de principio a fin, y luego puede llevárselo vuestra merced.
También entonces dije que sí, sin sombra de vacilación.
El viaje de Baldassare
Amin Maalouf
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