Yo que cuento esta historia soy Sor Teodora, religiosa de la Orden de San Columbano. Escribo en el convento, deduciendo de viejos papeles, de charlas oídas en el locutorio y de algún raro testimonio de gente que existía. Nosotras, las monjas, no tenemos muchas ocasiones de conversar con los soldados; lo que no sé trato de imaginármelo, pues ¿cómo haría, si no? Y no todo en la historia me resulta claro. Debéis disculpar: somos muchachas del campo, aunque nobles, siempre vivimos retiradas, en perdidos castillos y después en conventos; fuera de funciones religiosas, triduos, novenas, trabajos del campo, trillas, vendimias, fustigaciones de siervos, incestos, incendios, ahorcamientos, invasiones de ejércitos, saqueos, estupros, pestilencias, no hemos visto nada. ¿Qué puede saber del mundo una pobre hermana? Así, pues, prosigo trabajosamente esta historia que he empezado a narrar como penitencia. Ahora Dios sabe cómo haré para contaros la batalla, yo que de las guerras, Dios me libre, siempre he estado lejos, y salvo los cuatro o cinco choques campales que se han desarrollado en la llanura bajo nuestro castillo, y que de niñas seguíamos entre las almenas, en medio de los calderones de pez hirviendo (¡cuántos muertos insepultos quedaban pudriéndose luego en los prados y los encontrábamos al jugar, el verano siguiente, bajo una nube de abejorros!), yo de batallas, decía, no sé nada.
Traducción de Esther Benítez
El caballero inexistente
Italo Calvino
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