Las mañanas de viaje tienen siempre un sopor de abandono o de ausencia y una tristeza propia en el aire más fresco de lo normal o en la ralentización de los instantes, una tristeza que parece heredada de tantos adioses y tantos desengaños y que termina llenando las estructuras de las estaciones, sus bancos demasiado fugaces, sus avisos mortecinos, todo, como de un tremendo desaliento de vivir. Las personas en las estaciones tienen una presencia fantasmal o transparente; no se miran ni se hablan, y sólo sienten en común una presunción de fugitivo y el desamparo de no pertenecer, en ese momento, a ningún sitio determinado, una condición que les da un aire resignadamente apesadumbrado y desvalido...
El peso de los años
Luis M. Fuentes
No hay comentarios:
Publicar un comentario