Roman Frances. Atardecer en el jardín. La casa de mi amigo era más luminosa,
iba a decir,
y no sería eso,
porque en los vanos de mi galería
de sol a sol cegaban los pardales.
El claror de la casa de mi amigo
no sé de qué, de dónde provenía,
acaso de que al padre no le decían de usted
o de que el padre nunca hablaba
de crisis
no se vende
qué pensará el Gobierno.
El cuidaba sus largas escopetas,
la madre de mi amigo cuidaba sus largas manos,
a mí me llamaban para jugar.
Pero la luz más alta llegaba en los veranos,
venía en los vestidos de las primas,
no sé cómo mi amigo tenía tantas primas
y ellas tantos vestidos. Cada año
se enamoraba de una diferente,
siempre mayor que él y hasta más alta,
a mí me llamaban para jugar.
Con el tiempo aprendíamos lo oscuro,
las tardes de setiembre ensombrecían
como alacenas los pasillos hondos,
pero la luz estaba donde hubiera
una melena rubia, y el habla perezosa
que nos avergonzaba de la nuestra.
Qué brutos sois los chicos de este pueblo,
y aquel olor a lejos, como a puerto de mar.
Una mañana triste se marchaban
y ya nadie en el mundo dudaría
que iba a llover. Mi amigo
se vengaba en los pájaros.
Yo soñaba que ellas eran mis primas,
deben ser muy hermosos los pechos de las primas
temblando en los desvanes, pero a mí me llamaban
sólo para jugar.
La casa de mi amigoAntonio Pereira
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