Gregory H. Revera. Luna llena, 2010. (Wikimedia Commons)
Cuando yo pasaba por este largo salón con piso de madera, en que resonaban huecamente los pasos, levantaba la vista y miraba a través de las ventanas. Y entonces veía, allá a lo lejos, al otro lado del patio, en la torrecilla que surgía sobre el tejado, los cazos ligeros, pequeños, del anemómetro que giraba, giraba, incesantemente.
Unas veces marchaban lentos, suaves; otras, corrían desesperados, vertiginosos. Y yo siempre los miraba, sintiendo una profunda admiración, un poco inexplicable, por estos locos cazillos que daban vueltas sin parar, rápidos, lentos, indiferentes a las inquietudes humanas, allá en lo alto, sobre la ciudad en que los hombres hacían tantas cosas terribles...
Esta torrecilla que he nombrado era el observatorio; tenía en el centro de la azotea un diminuto kiosko con la cúpula de latón pintado de negro; y en esta cúpula había una hendidura que se abría y se cerraba, y por la que asomaba, en las noches claras, de estrellado radiante, un tubo misterioso y terrorífico. Nosotros sabíamos que este tubo era un telescopio; pero no acertábamos a comprender por qué este escolapio miraba todas las noches por él, cuando con una sola bastaba para hacerse cargo de todo el cielo y sus aledaños... Una noche subí yo también; era una noche de primavera; el ambiente estaba tibio y tranquilo; lucían pálidamente las estrellas; se destacaba, redonda y silenciosa, en el cielo claro la luna. Hacia ella dirigimos el tubo misterioso; yo vi una gran claror suave, con puntos negros, que son los cráteres extinguidos; con manchas blancas, que son los mares congelados.
Y entonces, en esta noche tranquila, sobre el reposo de la huerta y de la ciudad dormida, yo sentí que por primera vez entraba en mi alma una ráfaga de honda poesía y de anhelo inefable.
Las confesiones de un pequeño filósofo (1904)
Azorín
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