Antonio Cazorla. Reliquias del mar
En México me fui por las playas, me sumergí en las aguas transparentes y
cálidas, y recogí maravillosas conchas marinas. Luego en Cuba y en
otros sitios, así como por intercambio y compra, regalo y robo (no hay
coleccionista honrado), mi tesoro marino se fue acrecentando hasta
llenar habitaciones y habitaciones de mi casa.
Tuve las especies más raras de los mares de China y Filipinas, del Japón y del Báltico; caracoles antárticos y polymitas cubanas; o caracoles pintores vestidos de rojo y azafrán, azul y morado, como bailarinas del Caribe. A decir verdad, las pocas especies que me faltaron fue un caracol de tierra del Mato Grosso brasileño, que vi una vez y no pude comprar, ni viajar a la selva para recogerlo. Era totalmente verde, con una belleza de esmeralda joven.
Exageré este caracolismo hasta visitar mares remotos. Mis amigos también comenzaron a buscar conchas marinas, a encaracolarse.
En cuanto a los que me pertenecían, cuando ya pasaron de quince mil, empezaron a ocupar todas las estanterías y a caerse de las mesas y de las sillas. Los libros de caracología o malacología, como se les llame, llenaron mi biblioteca. Un día lo agarré todo y en inmensos cajones los llevé a la Universidad de Chile, haciendo así mi primera donación al Alma Mater. Ya era una colección famosa. Como buena institución sudamericana, mi universidad los recibió con loores y discursos y los sepultó en un sótano. Nunca más se han visto.
Tuve las especies más raras de los mares de China y Filipinas, del Japón y del Báltico; caracoles antárticos y polymitas cubanas; o caracoles pintores vestidos de rojo y azafrán, azul y morado, como bailarinas del Caribe. A decir verdad, las pocas especies que me faltaron fue un caracol de tierra del Mato Grosso brasileño, que vi una vez y no pude comprar, ni viajar a la selva para recogerlo. Era totalmente verde, con una belleza de esmeralda joven.
Exageré este caracolismo hasta visitar mares remotos. Mis amigos también comenzaron a buscar conchas marinas, a encaracolarse.
En cuanto a los que me pertenecían, cuando ya pasaron de quince mil, empezaron a ocupar todas las estanterías y a caerse de las mesas y de las sillas. Los libros de caracología o malacología, como se les llame, llenaron mi biblioteca. Un día lo agarré todo y en inmensos cajones los llevé a la Universidad de Chile, haciendo así mi primera donación al Alma Mater. Ya era una colección famosa. Como buena institución sudamericana, mi universidad los recibió con loores y discursos y los sepultó en un sótano. Nunca más se han visto.
Confieso que he vivido (1974)
Pablo Neruda
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