William Dalrymple. Desde el Monte Santo.
Sobre el escritorio está abierta mi edición de bolsillo de El prado espiritual
de Juan Mosco, el insólito librito que me ha traído a este monasterio y
cuyo manuscrito original he visto hace menos de una hora. Juan Mosco me
guiará, Dios mediante, primero hacia Oriente hasta Constantinopla y
Anatolia; luego hacia el sur hasta el Nilo; y desde allí, si aún es
posible, hasta el gran oasís de Kharga, que fuera en tiempos la frontera
meridional de Bizancio.
El prado espiritual
es una colección de los dichos, anécdotas e historias sagradas más
memorables que Mosco recogió en sus viajes, y su escritura corresponde a
una larga tradición de reunir apotegmas o máximas de los Padres.
Cuando
el mundo material entró en decadencia, miles de personas dejaron a sus
familias y decidieron hacerse monjes y ermitaños del desierto como Mosco
y Sofronio.
Una
historia gira en torno a una versión bizantina del padre Cristóforo, un
monje de un monasterio de los arrabales de Alejandría, amante de los
animales, que no sólo alimenta a los perros del monasterio, sino que da
harina a las hormigas y pone bollos remojados en el tejado para los
pájaros.Otro personaje es el monje Adolas, que "se recluyó en el tronco
hueco de un plátano" en Tesalónica, y que abrió "en la corteza un
ventanuco por el que conversaba con la gente que acudía a verlo".
Claro que, desde el punto de vista moderno, buena parte del mundo descrita en El prado espiritual
no es únicamente curioso: sus creencias y valores son tan extraños que
resultan casi inverosímiles. Era un mundo en que los eunucos guiaban a
los ejércitos imperiales a la batalla; en que se sabía que grupos de
monjes linchaban y asesinaban a las damas paganas cuando pasaban en sus
literas por los bazares elegantes de Alejandría; en que los estilitas
harapientos y medio desnudos peroraban en lo alto de sus columnas; y en
que los dendritas tomaron al pie de la letra las enseñanzas de Cristo de
imitar a las aves del cielo y vivían en pequeños nidos que se
construían en las ramas más altas de los árboles.
Cuando
regresaba de mi visita a Runciman comprendí lo que tenía que hacer:
pasaría seis meses rodeando el Levante, siguiendo más o menos los pasos
de Juan Mosco. Empezaría en Athos y me abriría paso hasta los
monasterios coptos del Alto Egipto, para hacer lo que ninguna generación
de viajeros podría hacer: ver donde aún fuera posible lo que habían
visto Mosco y Sofronio, dormir en los mismos monasterios en que habían
dormido ellos, rezar bajo los mismos frescos y mosaicos, contemplar lo
que quedaba y presenciar lo que era realmente el último ocaso de
Bizancio.
Traducción de Ángela Pérez
Desde el Monte Santo
William Dalrymple
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