José María Merino, fotografiado por Claudio Álvarez (2012).
Tan joven y ya ministro, piensa, y sonríe al sentir la frase repetirse una y otra vez en su cabeza, como una jaculatoria, eco incesante de las palabras de su madre, de su padre, de todos sus familiares, de sus compañeros y colegas. Es el destino, mi destino, y vuelve a sonreír, satisfecho.
Ha asumido pacíficamente los dominios del ministro saliente, amigo y compañero de partido, la gente de su secretaría y hasta los cajones y las estanterías a medio vaciar. Y tras un día de enorme ajetreo, a esta hora, última de la tarde, se ha quedado solo y se complace en esa tranquilidad.
Se siente colmado de euforia mientras observa el espacio que lo rodea, la enorme mesa de despacho, la otra circular, los grandes sofás, la madera que cubre las paredes, con ese color un poco funerario del roble, y los cuadros con paisajes de planicies vertiginosas.
En la pared de la derecha está la puerta de la secretaría, y en la de enfrente una más pequeña, que da acceso al cuarto de aseo, y otra que el ministro no ha abierto todavía.
El flamante ministro descorre el pestillo de esa puerta. Topa con el cuerpo denso pero endeble de un cortinón rojo, y, por fin, con una amplia sala rectangular, en penumbra. En los muros sobresalen los marcos de muchos cuadros de igual tamaño, y en un extremo hay una mesita iluminada por una lámpara ante la que se sienta un conserje, que ha percibido la presencia del ministro y se acerca con rapidez servicial.
«Son los retratos de sus antecesores, excelencia», dice el conserje, y la luz eléctrica ilumina ya, aunque someramente, esos muros en que las miradas inmóviles de los retratados ignoran la curiosidad de su sucesor. Desde los antiguos uniformes de gala, los retratados muestran la evolución de la vestimenta a lo largo de más de doce décadas.
De repente, el conserje hace una observación: «Don Vicente», exclama, señalando un retrato.«En su época empecé yo a trabajar aquí. Ésos son los siguientes, don Cruz, don Carlos, don Julio, don Javier, don Manuel, don Fermín, doña Esperanza, doña Pilar, A todos los he conocido», sigue explicando.
En la pared queda mucho espacio vacío. El ministro agradece la información y regresa a su despacho. En la galería de retratos hacía frío, y se nota un poco destemplado, y con una impresión de súbita melancolía cuyas razones no es capaz de identificar.
Días imaginarios (2002)
José María Merino
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