Jean-François Dupuis. Hoja.
Un hombre se alejaba, en extremada soledad, del centro urbano; se sentó en un banco, al borde de uno de esos grandes bulevares que suelen llamar allá «cinturón». Una hoja se posó sobre él, pues había árboles en aquel cinturón. En modo alguno se habría atrevido a tirar esa hoja: era una señal de lo alto y la guardó.
Debía volver a casa, donde le esperaba algo que comer, no tenía hambre, pero se había de alimentar. ¿O acaso era mejor, sin más espera, instalarse allí para toda la eternidad y morir? Fue justo entonces cuando un singular problema tomó forma. Un hombre que deambula por la calle con una hoja en la mano despierta extrañeza; pero él no tenía derecho a separarse de la hoja: era ésta una señal de lo alto. La hizo entonces girar entre sus manos cruzadas a la espalda como por distracción: un modo de evitar el ridículo. Y mientras así la hacía girar y girar, la hoja, repentinamente, cayó; en la última callejuela antes de llegar a donde vivía él. El hombre prosiguió su camino, la cobardía era demasiado fuerte en el fondo de sí y la hoja quedaba por tierra, atrás.
Un paso más, un paso y después otro, y la hoja quedaba cada vez más lejos, detrás de él, por tierra. Sentía su cobardía crecer, soñaba con campos inmensos que se agigantaban a la caída de la noche, y el recuerdo de la hoja volvía sin cesar y una vez más se perdía. En un momento dado, sin embargo, se hizo invencible el miedo, y el acontecimiento se produjo, surgió a pesar de todo: maquinalmente se volvió en busca de la hoja.
En esa pugna en la que se jugaban su felicidad y su vida había llegado de todos modos a decidir; por eso, apenas hubo empezado a desandar su camino, su marcha se hizo alegre: ya no temía a nadie, iba a buscar la hoja.
Una pequeña hoja, un poco marchita, difícil de distinguir sobre el empedrado.
Caminó sin verla mucho tiempo. El viento la habrá arrastrado, pensó, o el pie de un transeúnte. Sintió entonces una gran tristeza. Después, el canto de una alegría lejana volvió a alzarse, porque la desgracia ya no vendría por él. Se encaminó con más alegre paso hacia su casa.
Cuando apenas había hecho la mitad de camino, vio la hoja. Estaba allí, sobre el empedrado, visible y tontamente. Pequeña y visible era la hoja, y el hombre comprendió cómo podía no haberla visto. Lleno de júbilo la recogió, sin preocuparse de las mujeres que, desde las ventanas, miraban mientras sacudían sus sábanas.
La victoria era ahora suya, manifiesta, en una inmediata claridad. Con la hoja en la mano, erguida la cabeza, entró en su casa.
Versión de José Ángel Valente de la traducción francesa efectuada por Philippe Jaccottec
La hoja
Ludwig Hohl (1904-1980)
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