El Gran Cometa de 1811, de R. A. Proctor, Flowers of the Sky.
Si yo fuera un cometa, debería considerar al hombre de nuestro tiempo como una raza degenerada.
En tiempos pasados, el respeto hacia los cometas era universal y profundo. Uno de ellos anunció la muerte de César, otro fue interpretado como indicador de la proximidad de la muerte del emperador Vespasiano. Éste era un hombre de carácter y sostuvo que el cometa debía de tener otra significación, puesto que tenía cabellera y él era calvo, pero fueron pocos los que compartieron este extremo de racionalismo. Beda el Venerable dijo que «los cometas presagian revoluciones en los reinos, pestes, guerras, vientos o calores». John Knox consideraba los cometas como pruebas de la ira divina, y otros protestantes escoceses pensaban que eran «una advertencia al rey para que exterminara a los papistas».
Norteamérica, y especialmente Nueva Inglaterra, tuvo su debida parte en la atención de los cometas. En 1652 apareció un cometa precisamente en el momento en que el eminente señor Cotton cayó enfermo, y desapareció a su muerte. Sólo diez años más tarde un nuevo cometa advirtió a los perversos habitantes de Boston que se abstuvieran de «la voluptuosidad y el abuso de las buenas criaturas de Dios por la licenciosidad en la bebida y en las modas del vestido». Mather, el eminente teólogo, consideraba que los cometas y los eclipses habían presagiado las muertes de algunos presidentes de Harvard y de algunos gobernadores coloniales, y recomendó a su rebaño que rogara al Señor que no «se llevara las estrellas y enviara cometas para substituirlas».
Toda esta superstición fue disipada por el descubrimiento por Halley de que al menos un cometa giraba alrededor del sol en una elipse regular, igual que un juicioso planeta, y por la prueba de Newton de que los cometas obedecen la ley de gravitación. Durante algún tiempo, los profesores de las universidades más anticuadas tuvieron prohibido mencionar estos descubrimientos, pero, a la larga, la verdad no pudo ser ocultada.
En nuestros días, es difícil imaginar un mundo en el que todos, pobres o ricos, educados o incultos, estaban preocupados por los cometas y se llenaban de terror cuando aparecería alguno. La mayoría de nosotros nunca ha visto un cometa. Yo he visto dos, pero eran mucho menos impresionantes de lo que yo había esperado. La causa del cambio en nuestra actitud no es únicamente el racionalismo, sino el alumbrado artificial. En las calles de una ciudad moderna, el cielo nocturno es invisible; en los distritos rurales, viajamos con vehículos con potentes faros. Hemos borrado los cielos, y sólo unos pocos científicos siguen atendiendo a las estrellas y los planetas, los cometas y los meteoritos. El mundo de nuestra vida diaria es más artificial que en cualquier época anterior. En ello hay un menoscabo, así como una ventaja: el hombre, en la seguridad de su poder, se está haciendo superficial, arrogante y un poco loco. Pero no creo que un cometa produjera ahora el saludable efecto moral que produjo en Boston en 1662; ahora sería menester una medicina más fuerte.
Elogio de la ociosidad y otros ensayos
Bertrand Russell (1872-1970)
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