sábado, 9 de junio de 2018

La casa de papel

Carlos María Domínguez. la casa de papel.

Uno

Me pregunté muchas veces por qué conservo libros que sólo en un futuro remoto podrían auxiliarme, títulos alejados de los recorridos más habituales, aquellos que he leído una vez y no volverán a abrir sus páginas en muchos años. ¡Tal vez nunca! Pero cómo deshacerme, por ejemplo, de El llamado de la selva sin borrar uno de los ladrillos de mi infancia, o Zorba, que selló con un llanto mi adolescencia, La hora veinticinco, y tantos otros hace años relegados a los estantes más altos, enteros, sin embargo, y mudos, en la sagrada fidelidad que nos adjudicamos.
A menudo es más difícil deshacerse de un libro que obtenerlo. Se adhieren con un pacto de necesidad y olvido, tal si fueran testigos de un momento en nuestras vidas al que no regresaremos. Pero mientras permanezcan ahí, creemos sumarlos. He visto que muchos fechan el día, el mes y el año de la lectura; trazan un discreto calendario. Otros escriben su nombre en la primera página, antes de prestarlos, anotan en una agenda al destinatario y le añaden la fecha. He visto tomos sellados, como los de las bibliotecas públicas, o con una delicada tarjeta del propietario deslizada en su interior. Nadie quiere extraviar un libro. Preferimos perder un anillo, un reloj, el paraguas, que el libro cuyas páginas ya no leeremos pero conservan, en la sonoridad de su título, una antigua y tal vez perdida emoción.

La casa de papel (2002)
Carlos María Domínguez

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