domingo, 7 de abril de 2019

La simiente enterrada

Antonio Colinas. La simiente enterrada.

A unos pocos metros de las grandes avenidas con rascacielos, un viejo jardinero recoge en su arcaico carromato, con su escobón hecho de matojos, las hojas caídas. Como en el siglo pasado, o como hace muchos siglos. Y, viéndolo, recuerdo haber leído en un viejo texto que, a veces, los chinos, por simples razones estéticas, gustaban de no recoger del todo las hojas de sus árboles: las dejaban un tiempo sobre el suelo o las escalinatas como simple expresión de lo bello que moría.

De nuevo, esa nada (que es el todo) de una sonrisa. Una nada que, de golpe, abre en nosotros el cielo, que nos proporciona la seguridad en ese momento levemente angustioso que hay entre dos ciudades extrañas; en ese instante del aterrizar en un aeropuerto, en el que no somos nosotros mismos, porque estamos aún en el aire y no sabemos a dónde llegamos. La sonrisa inesperada, entregada como una forma momentánea, fugaz, de amor. No hay razón ni explicación para ella, pero de golpe, inesperadamente, se nos entrega y nos salva de la angustia del instante entre dos realidades, entre dos ciudades.

En el vacío y en la soledad (multitudinaria) del aeropuerto de Shanghai, mientras espero mi maleta, me siento a escribir con calma unas pocas palabras. También estas palabras —como la sonrisa inesperada de la mujer desconocida del avión— me salvan. La seguridad de la palabra ante cualquier prisa, confusión o temor. Las palabras que delinean en la página en blanco una especie de cadena sutil a la que me aferro. La palabra: el símbolo que salva. 

La simiente enterrada (2005)
Antonio Colinas

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