Victoria Ocampo. La viajera y sus sombras.
Las personas que sacan de su bolsillo o su cartera (depende del sexo) una libreta para garabatear en ella, a toda velocidad, una información preciosa, una observación aguda y volatilizable (cifra o pensamiento), me han deslumbrado siempre. Frecuentando, por elección esa raza de hombres (y de mujeres, pues cada vez son más numerosas) que llaman de letras, he tenido oportunidad de observarlos muy de cerca. Casi sin excepción, los miembros de este gremio toman notas. Las toman en conferencias, trenes, teatros, barcos, conciertos, cines, taxis, restaurantes, jardines, aviones, playas... Hasta en mi casa, en mi propio comedor, los he visto dedicarse a esas faenas y he podido seguir a mis anchas -con ojeadas codiciosas- sus gestos y ademanes (otros miran así en el golf, el drive de los campeones). ¡Qué fácil parece! Llega uno a figurarse que podrá imitarlos.
Convencida de lo indispensable que es seguir el ejemplo de Pulgarcito (a su modo, también tomaba notas) para volver a dar con el camino recorrido, he comprado un sinfín de libretas a lo largo de mi vida; desde las ordinarias, esas con tapas de hule negro que usan los cocineros, hasta las de Hermés, de cuero de chancho. 
Pero una fatalidad parece perseguirme. Jamás he apuntado en ellas nada utilizable o interesante. En cuanto no me dirijo a alguien (como en las cartas), en cuanto no tengo mentalmente un interlocutor para contarle lo que veo, siento, observo, pienso, las palabras se me marchitan; pierden su color, ya casi no las distingo unas de otras. 
Victoria Ocampo

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