martes, 17 de marzo de 2020

El bosque animado

Enrique Gil Guerra. Espiga.

Estancia II

Geraldo y Hermelinda

No era demasiado escrupulosa en elegir sus novios; pero aunque se daba cuenta del amor de Geraldo, que sólo tenía ojos para ella, nunca le ilusionó ni con una palabra afectuosa, ni burla ni desdén: trato lejano, el saludo conciso o el breve comentario, sin detenerse, cuando se cruzaban en un camino. Geraldo tampoco se había atrevido a pedirle nunca más.
Era feliz viéndola. Cuando, en sus horas vacías, de solitario, se sentaba en la troza que hacía veces de banco ante su casa, contemplaba la amplia extensión con el gusto por los anchos horizontes que, sin él saberlo, le había impuesto el mar. No existía en toda la aldea quien como él sintiese la belleza de lo circundante y fuese capaz de permanecer gozosamente abstraído en ella. Sin duda no se daba cuenta de su éxtasis, ni aun le era posible analizarlo; sabía apenas que se encontraba beatamente en tal contemplación y que su fantasía se excitaba, y como se alzaban los fantasmas de polvo de la carretera, así se alzaban y pasaban y se sucedían los ensueños en su imaginación.
Los labradores ensueñan poco, pero los marinos mucho.

El bosque animado (1943)
Wenceslao Fernández Flórez 

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