José Enrique González. A la espera de un gran viaje.
Un libro de viajes es el relato de una ficción, la descripción del espejo cuya perpetua presencia es esencial en el gabinete del que, escribiendo, vive y a la Escritura debe su placer. La tradición oral en el alba de los tiempos, las cartas y fotografías y el ilusionismo fotográfico hoy día, aseguran esa ficción, la confirman.
Nadie ha viajado nunca: nadie ha salido nunca de la geografía de sí mismo, No hay, en el libro de viajes, relato de lo visto y aprendido —o aprehendido— en otras latitudes pues ello es completamente imposible: no hay otras latitudes que los matices y fragmentos del cuerpo ensimismado; nada se disfrutó o padeció que dentro no morara. La narración sella el reconocimiento de lo viajado desde la mesa de caoba y la boa que nos devora: la travesía interior, el vértigo y el regalo: la humana ilustración de sí.
Fascinación ante nosotros mismos es el viaje y fruto de esa fascinación devienen la fábula y los mapas, los exóticos nombres, la simbiosis del paisaje: perversión donde aquéllo que nos rodea se precia en tanto lo convertimos en objeto, apropiándonoslo; la relación es pues puramente objetual respecto a las ciudades adivinadas o las personas apenas vislumbradas en el iniciático trayecto: objetos que flotan en una burbuja de aire, en un arca de vidrio que, pérfida y sabiamente, construimos como la oruga la cápsula de seda, para protegernos del lugar donde vivimos y para enriquecimiento propio: la consecución del placer —vanidoso y mimético— a través de nosotros mismos. En la literatura hallamos secreto goce y en el viaje identidad.
Prólogo al libro Viaje a Italia, de Chateaubriand
Et in Arcadia ego (1983)
José Carlos Llop
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