miércoles, 6 de enero de 2021

Aldea

Aldea. Acuarela de Hermann Hesse.

¡Ya lo sé! No es en Busoni en quien pienso, ni en Zurich, ni en Mahler. Estos son los habituales engaños de la memoria, cuando tropieza con algo incómodo; entonces le gusta colocar en primer plano imágenes inofensivas. ¡Ahora lo sé! En aquel restaurante se hallaba también una mujer joven, muy rubia y de mejillas muy sonrosadas, con la que yo no hablé una sola palabra. ¡Ángel mío! ¡Mirarla era goce y tormento, cuánto la amé durante aquella hora! Volví a tener dieciocho años.
De repente todo es diáfano. ¡Rubia, hermosa y alegre mujer! Ya no sé cómo te llamas. Te amé durante una hora y vuelvo a amarte hoy, durante otra hora, en la callejuela soleada de un pueblo de montaña. Nunca te ha amado nadie como yo, nunca te ha concedido nadie tanto poder como yo, tanto poder absoluto. Pero estoy condenado a la infidelidad. Soy uno de esos casquivanos que no aman a una mujer, sino al amor.
Todos los vagabundos estamos hechos así. Nuestra ansia de errar y vagabundear es en gran parte amor, erotismo. La mitad del romanticismo del viaje no es otra cosa que una espera de la aventura. Pero la otra mitad es una necesidad inconsciente de transformar y diluir lo erótico. Nosotros los caminantes estamos acostumbrados a albergar deseos amorosos precisamente a causa de su carácter irrealizable, y aquel amor que debería pertenecer a la mujer lo repartimos, jugando, entre pueblo y montaña, lago y garganta, los niños del camino, los mendigos del puente, el buey de la pradera, el pájaro, la mariposa. Separamos al amor del objeto, el amor en sí es suficiente para nosotros, del mismo modo que no buscamos el destino en el peregrinaje, sino únicamente disfrutarlo, estar de camino.

Traducción de Pilar Giralt

El caminante (1918)
Hermann Hesse  

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