lunes, 8 de marzo de 2021

El cuerpo de los símbolos

Isabel Guerra. la luz.

Los libros que se me aparecieron

En los días de juventud, que son los más valiosos (y esto es así porque valen por y para sí mismos cuando están transcurriendo, pero llegaremos a la vejez y, a través del recuerdo y de otros caminos interiores más oscuros y sutiles —que los hay—, estos días aún serán activos en nuestras vidas); en los días de juventud, digo, se establece con los libros una relación que nos marca para siempre: seremos hijos de nuestros libros, si los hemos vivido y nos han vivido a tiempo, o creceremos y moriremos huérfanos de su insustituible progenitura. Es completamente torpe dejar para un mañana que suponemos sedentario, en la última madurez o la primera vejez, la tarea, aparentemente pacífica, de la lectura vitalicia, porque la pureza receptiva, el entusiasmo y la sensibilidad —orientada o desconcertada, casi de lo mismo— que un hombre joven, incluso exageradamente joven, puede poner en la apropiación de un texto, tienen más valor y marcan mucho más que la sabiduría interpretativa de un viejo.
Así es: a los viejos, incluidos los viejos prematuros, nos queda —y gracias— la pasión secundaria de la relectura, precisamente porque, debilitadas la sensualidad lectora, la capacidad de sorpresa, de amor a la novedad y, como decía antes, de entusiasmo, nos viene más fácil reavivar rescoldos que crear nuevas hogueras. Carpe diem, pues, para los libros; vívanlos hoy porque, en el mañana lejano, los libros seguirán siendo los mismos pero no lo serán las fuerzas disponibles para la posesión gozosa.

El cuerpo de los símbolos (1997)
Antonio Gamoneda 

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