Aquella noche, anclados a la entrada del estrecho Baker, no pude conciliar el sueño. Hasta mi memoria llegaban todas las historias marinas que había leído en mi vida y se confundían con el relato del capitán Nilssen.
Bien abrigado, subí a cubierta. El caprichoso invierno austral me ofrecía una noche incomparable. Las miles de estrellas parecían estar al alcance de la mano, y la visión de la Cruz del Sur indicando los confines polares me llenó de emoción, de una fuerza y una convicción desconocidas. Por fin sentía que yo también era de alguna parte. Por fin sentía la llamada más poderosa que la invitación de la tribu, ésa que uno escucha o cree escuchar, o se la inventa como un paliativo de la soledad. Allí, en aquella mar serena pero jamás en calma, sobre aquella silenciosa bestia que tensaba los músculos preparándose para el abrazo polar, bajo los miles de estrellas que testimoniaban la frágil y efímera existencia humana, supe por fin que era de allí, que, aunque faltara, llevaría siempre conmigo los elementos de aquella paz terrible y violenta, precursora de todos los milagros y de todas las catástrofes.
Aquella noche, sentado en la cubierta del Finisterre, lloré sin darme cuenta.Y no era por las ballenas.
Lloré porque estaba de nuevo en casa.
Mundo del Fin del Mundo
Luis Sepúlveda
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