"El Postillón de Longjumeau" anunciaba ayer el deplorable fin de los Fourmi. Casados muy jóvenes, y despertando cada día a una nueva luna de miel, no habían salido de la ciudad ni un solo día.
Una carta ya antigua de ese desdichado Fourmi, a quien conocí de soltero, me ha permitido reconstruir, por inducción, toda su lamentable historia.He aquí la carta. Se verá, quizá, que mi amigo no era ni un loco, ni un imbécil."Hace quince años que perdemos todos los trenes y todos los vehículos públicos, hagamos lo que hagamos. Es horriblemente estúpido, es de un atroz ridículo, pero empiezo a creer que el mal no tiene remedio. Somos víctimas de una grotesca fatalidad. Todo es inútil. Para alcanzar el tren de las ocho, por ejemplo, hemos ensayado levantarnos a las tres de la mañana, y hasta pasar la noche en vela. Y bien, amigo mío, en el último momento, se incendiaba la chimenea, a medio camino se me recalcaba un pie, el vestido de Julieta se enganchaba en alguna zarza, nos quedábamos dormidos en la sala de espera, sin que ni la llegada del tren ni los gritos del empleado nos despertaran a tiempo, etcétera..."
El signo, para mí, de una influencia diabólica es que los Fourmi vivían devorados por la pasión de los viajes.
Cuando no se entregaban al amor, leían juntos historias de navegantes célebres; no había diario de viajes, Tour de Monde o boletín de sociedad geográfica, del que no fueran suscriptores.
Cosa increíble, sus baúles estaban siempre listos. Siempre estuvieron a punto de partir, de realizar un viaje interminable a los países más lejanos, más peligrosos o más inexplorados.
He recibido como cuarenta telegramas anunciándome su partida inminente para Borneo, la Tierra del Fuego, Nueva Zelandia o Groenlandia.
Los cautivos de Longjumeau
Léon Bloy
Léon Bloy
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