E. V. lo dejaba siempre claro: él no susurraba a los caballos ni por asomo, los curaba. Su trabajo era educar caballos desobedientes, y cuando lo hacía, quedaban corregidos para siempre. Eso era todo lo que prometía. Nosotros teníamos uno que había que reeducar urgentemente: tenía cinco años y mi padre lo había adquirido, de entre los saldos de la feria itinerante en las afueras de Sonoma, por unos 1200 dólares. Era hermoso, con unas ancas y unas patas poderosas, pero su cerebro era del tamaño de un garbanzo.
del libro de relatos:
"El gran sueño del paraíso"
Sam Shepard
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