La ruta habitual del Sofala, ida y vuelta, lo obligaba a cruzar unas cuantas millas de esta zona plagada de arrecifes. El barco avanzaba por una ancha calle de agua, dejando atrás, una por una, esas migajas de corteza terrestre, dispersas sobre un peligroso fondo de roca y de bancos de arena. Algunos de esos fragmentos de tierra no eran más grandes que un barco encallado; otros, muy chatos, barridos por las olas, parecían enormes balsas de piedra negra; algunos eran redondos y boscosos, con una cúpula de follaje verde que se estremecía ominosamente bajo las ráfagas de viento, en la estación lluviosa. Tormentas eléctricas azotaban con frecuencia ese archipiélago, que se volvía aún más sombrío bajo la luz de los relámpagos y más silencioso e impenetrable con el estrépito de los truenos. Sus formas borrosas se desvanecían cuando arreciaba la lluvia y volvían a dibujarse luego, negras y vívidas en la luz grisácea de un cielo nublado. Invulnerables a los cambios del mundo, ahí estaban, intactas, desde el día en que ojos occidentales las vieran, por primera vez, desde la empinada proa de una carabela, cuatrocientos años atrás.
Joseph Conrad
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