Fuente: Wikipedia
MECANÓPOLIS
(1913)
Leyendo en Erewhon, de Samuel Butler, lo que nos dice de aquel erewhoniano que escribió el “Libro de las máquinas”, consiguiendo con él que se desenterrasen casi todas de su país, hame venido a la memoria el relato del viaje que hizo un amigo mío a Mecanópolis, la ciudad de las máquinas. Cuando me lo contó temblaba todavía del recuerdo, y tal impresión le produjo, que se retiró luego durante años a un apartado lugarejo en el que hubiese el menor número posible de máquinas.
Voy a tratar de reproducir el relato de mi amigo, y con sus mismas palabras, a poder ser.
Llegó un momento en que me vi perdido en medio del desierto; mis compañeros, o habían retrocedido, buscando salvarse, como si supiéramos hacia donde estaba la salvación, o habían perecido de sed. Me encontré solo y casi agonizando de sed. Me puse a chupar la sangre negrísima que de los dedos me brotaba, pues los tenía en carne viva por haber estado escarbando con las manos desnudas al árido suelo, con la loca esperanza de alumbrar alguna agua en él. Cuando ya me disponía a acostarme en el suelo y cerrar los ojos al cielo, implacablemente azul, para morir cuanto antes y hasta procurarme la muerte conteniendo la respiración o enterrándome en aquella tierra terrible, levanté los desmayados ojos y me pareció ver alguna verdura a lo lejos: “Será un ensueño de espejismo”, pensé; pero fui arrastrándome.
Fueron horas de agonía; más cuando llegué, encontréme, en efecto, en un oasis. Una fuente restauró mis fuerzas, y después de beber comí algunas sabrosas y suculentas frutas que los árboles brindaban liberalmente. Luego me quedé dormido.
No sé cuántas horas estaría durmiendo, y si fueron horas, o días, o meses, o años. Lo que sé es que me levanté, otro, enteramente otro. Los horrendos padecimientos habianse borrado de la memoria o poco menos. “¡Pobrecillos!”, me dije al recordar a mis compañeros de exploración muertos en la empresa. Me levanté volví a comer frutas y a beber agua, y me dispuse a recorrer el oasis. Y he aquí que a los pocos pasos me encuentro con una estación de ferrocarril, pero enteramente desierta. No se veía un alma en ella. Un tren, también desierto, sin maquinista ni fogonero, estaba humeando. Ocurrióseme subir, por curiosidad, a uno de sus vagones. Me senté en él; cerré, no sé por qué, la portezuela, y el tren se puso en marcha. Experimenté un loco terror y me entraron ganas de arrojarme por la ventanilla. Pero, diciéndome: “Veamos en qué para esto”, me contuve.
Era tal la velocidad del tren, que ni podía darme cuenta del paisaje circunstante. Tuve que cerrar las ventanillas. Era un vértigo horrible. Y cuando el tren al cabo se paró, encontreme en una magnifica estación muy superior a cuantas acá conocemos. Me apeé y salí.
Renuncio a describirte la ciudad. No podemos ni soñar todo lo que de magnificencia, de suntuosidad, de comodidad, y de higiene estaba allí acumulado. Por cierto que no me daba cuenta para qué todo aquel aparato de higiene, pues no se veía ser vivo alguno. Ni hombres, ni animales. Ni un perro cruzaba la calle; ni una golondrina el cielo.
Vi en un soberbio edificio un rótulo que decía: Hotel, escrito así, como lo escribimos nosotros, y allí me metí. Completamente desierto. Llegué al comedor. Había en él dispuesta una muy sólida comida. Una lista sobre la mesa, y cada manjar que en ella figuraba con su número, y luego un vasto tablero de botones numerados. No había si no tocar un botón y surgía del fondo de la mesa un plato que se deseara.
Después de haber comido salí a la calle. Cruzábanla tranvías y automóviles, todos vacíos. No había sino acercarse, hacerles una seña y paraban. Tomé un automóvil y me dejé llevar. Fui a un magnífico parque geológico, en los que se mostraban los distintos terrenos, todos con sus explicaciones en cartelitos. La explicación estaba en español, sólo que con ortografía fonética. Salí del parque; vi que pasaba un tranvía en ese rótulo: “Al Museo de Pintura”, lo tomé. Había allí todos los cuadros más famosos y en sus verdaderos originales. Me convencí de que cuantos tenemos por acá, en nuestros museos, no son sino reproducciones muy hábilmente hechas. Al pie de cada cuadro una doctísima explicación de su valor histórico y estético, hechas con la más exquisita sobriedad. En media hora de visita allí aprendí sobre pintura, más que en doce años de estudio por aquí. Por una explicación que leí en el cartel de la entrada vi que en Mecanópolis se consideraba al Museo de Pintura como parte del Museo Paleontológico. Era para estudiar los productos de la raza humana que había poblado aquella tierra antes que las máquinas las suplantaran. Parte de la cultura paleontológica de los mecanopolitas -¿quiénes?- eran también la sala de música y las más de las bibliotecas, de que estaba llena la ciudad.
¿A qué he de molestarte más? Visité la gran sala de conciertos, donde los instrumentos tocaban solos.
Estuve en el Gran Teatro. En un cine acompañado de fonógrafo, pero de tal modo que la ilusión era completa. Pero me heló el alma el que yo era el único espectador. ¿Dónde estaban los mecanopolitas?
Cuando a la mañana siguiente me desperté en el cuarto del hotel, me encontré, en la mesilla de noche, El Eco de Mecanópolis, con noticias de todo el mundo recibidas en la estación de telegrafía sin hilos.
Allá, al final, traía esta noticia: “Ayer tarde arribó a nuestra ciudad, no sabemos cómo, un pobre hombre de los que aún quedaban por ahí, la auguramos malos días.”
Mis días, en efecto, empezaron a hacérseme torturantes. Y es que empecé a poblar mi soledad de fantasmas. Es lo más terrible de la soledad, que se puebla al punto. Di en creer que todas aquellas fabricas, aquellos artefactos, eran regidos por almas invencibles, intangibles y silenciosas. Di en creer que aquella ciudad estaba poblada de hombres como yo, pero que iban y venían sin que lo viese ni los oyese mi tropezara con ellos. Me creí victima de una terrible enfermedad, de una locura. El mundo invisible con que poblé la soledad humana de Mecanópolis se me convirtió en una martirizadora pesadilla.
Empecé a dar voces, a increpar a las máquinas, a suplicarlas. Llegué hasta caer de rodillas delante de un automóvil, implorando de él misericordia. Estuve a punto de arrojarme, aterrado cogí el periódico, a ver lo que pasaba en el mundo de los hombres, y me encontré con esta noticia: “Como preveíamos, el pobre hombre que vino a dar, no sabemos cómo, a esta incomparable ciudad de Mecanópolis, se está volviendo loco. Su espíritu, lleno de preocupaciones ancestrales y de supersticiones respecto al mundo invisible, no puede hacerse al espectáculo del progreso. Le compadecemos.”
No pude ya resistir esto de verme compadecido por aquellos misteriosos seres invencibles, ángeles o demonios –que es lo mismo-, que yo creía que habitaban Mecanópolis. Pero de pronto me saltó una idea terrible, y era la de que las máquinas aquellas tuviesen su alma, un alma mecánica, y que eran las máquinas mismas las que me compadecían. Esta idea me hizo temblar. Creí encontrarme ante la raza que ha de dominar la tierra deshumanizada.
Salí como un loco y fui a echarme delante del primer tranvía eléctrico que pasó. Cuando desperté del golpe me encontré de nuevo en el oasis de donde partí. Eché a andar, llegué a la tienda de unos beduínos, y al encontrarme con uno de ellos, le abracé llorando. ¡Y qué bien nos entendimos aun sin entendernos!
Me dieron de comer, me agasajaron, y a la noche salí con ellos, y tendidos en el suelo, mirando el cielo estrellado, oramos juntos. No había máquina alguna en derredor nuestro.
Y desde entonces he concebido un verdadero odio a eso que llamamos progreso, y hasta a la cultura, y ando buscando un rincón donde encuentre un semejante, un hombre como yo, que llore y ría como yo río y lloro, y donde no haya una sola máquina y fluyan todos los días con la dulce mansedumbre cristalina de un arroyo perdido en el bosque virgen.
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