Extracto de la carta de Remeltoín Secretario del Ateneo Lunar,
al Bachiller Don Ambrosio de Echeverría
Monsieures, dijo, yo me llamo Onésimo Dutalón: nací en un pequeño lugar del Bayliage dÉtampe, en la Francia; hice mis primeros estudios en mi patria, mas viendo que la filosofía de la escuela era inútil, y que no podía hacer docto chico ni grande, pasé a París, en donde me entregué, con aplicación infatigable, al estudio de la física experimental, que es la verdadera; y, con esta ocasión, después de una meditación pausada en las obras de aquel espíritu de primer orden del suelo británico, el incomparable Isaac Newton, me hice dueño de los más profundos arcanos de la geometría. Vuelto a mi patria, cultivé la comunicación y amistad de un eclesiástico, llamado monsieur Desforges, hombre que sabe apreciar el mérito de los sabios sin respecto a facultades, autoridad ni poder. Como nuestra amistad se iba estrechando cada día, quise darle una prueba de confianza comunicándole el empeño en que estaba de fabricar una máquina volante, la cual es la que veis. Después de una infinita repugnancia, instruí a monsieur Desforges, porque así lo pedía, en todas las reglas que podían dirigir la práctica del secreto comunicado. Yo no podré decíros, monsieures, en que paró la instrucción. Por lo que a mí toca, previniendo que al vérseme discurrir por el aire se encendería una hoguera para ser quemado públicamente en la plaza como mágico, tuve por conveniente, para hacer algunos ensayos antes de remontarme a las esferas, salvarme en una de las Islas Calaminas en la Libia, flotantes o nadantes en la superficie del agua, de que hacen mención Plinio lib. 2, cap. 95, y Séneca lib. 3, cap. 25. Retirado, pues, a una de estas islas, hice el primer ensayo lustrando toda la África. En el segundo, picado de una curiosidad geográfica, quise examinar por mí mismo si había alguna comunicación por la parte del Norte entre nuestro continente y el americano, y hallé que los dividía un euripo del mar glacial. En el tercero, levantando un poco más el vuelo, hice asiento en la eminencia de los dos montes más altos de la Tierra: el de Tenerife, en una de las Canarias, y el de Pichincha, en el Perú. En la cumbre de este último cerro tuve el gusto de experimentar que el agua regia o fuente, libre de la gravitación y presión del aire, no disolvía el oro, poco ni mucho; como también, por esta misma causa, no tenían gusto alguno sensible los cuerpos picantes, y mordaces, como la pimienta, la sal, el azíbar, etcétera. Sobre la elasticidad, o resorte del aire, también hice algunos experimentos, que ahora no importa referir. Después de dos meses y medio, volví a la isla flotante de mi residencia y, mirándome en una disposición ventajosa para emprender un viaje literario a este planeta, me embarqué en mi carro volante, encomendándome a mi buena o mala suerte, hallándose la Luna dicótoma respecto de quien la observa desde la Tierra, de cuyo centro distaba, segun su paralaje, 59 semidiámetros terrestres. Como yo en mi viaje no me apartaba del plano de la equinoccial, corridas 273 leguas de atmósfera, tuve la curiosidad de arrojar al fluido, que navegaba una cuartilla de papel de China, y observé, con grande admiración mía, que el papel seguía hacia el Oriente la rotación que llevaba la atmósfera con el globo terráqueo. Antes de salir de esta región, hacía un frío incomparablemente más intenso que el que sentí en la Estotilandia en mi segundo ensayo, sobre [lo] que hice una reflexión digna de la atención pública en oportunidad favorable, para esforzar la opinión de cierto filósofo moderno, en orden a la causa del frío en sitios elevadísimos sobre el nivel del mar. Tenía yo andados bien seguramente 25 mil leguas, cuando tuve bastante que reír, acordándome del turbillón terrestre de monsieur Descartes, quien, por un rapto de imaginación extravagante, hace dar vuelta a la Luna alrededor de la Tierra en fuerza de su turbillón, de lo que no encontré el menor vestigio. Y para asegurarme más bien, tiré al fluido una pipa llena de agua del río Letheo, que perseveró inmóvil en aquel éter purísimo. Y también vine en pensar que si allí se construyese una torre cien mil veces más alta que la de Babel, se mantuviera eternamente sin vaivén, sin movimiento, sin desunión de sus partes, ni inclinación o propensión a centro alguno.
Yo (digo la verdad) en medio de aquella materia celeste no sentí frío ni calor, aun herido de los rayos directos del Sol, que congregué en el foco de un exquisito espejo cáustico, y no inflamaron ni licuaron varias materias puestas a conveniente distancia, sin duda por falta del aire heterogéneo; de que concluí que la catóptrica, con sus demostraciones, no tiene qué hacer en aquel éter sutilísimo y homogéneo.
En fin, monsieures, dijo el maquinario Dutalon, después de los auxilios precautorios que tomé para el uso de la inspiración y respiración en un espacio en donde no puede haberle por su raridad y improporción, no tenéis por qué preguntarme, cuando me veis, que sin pérdida de la vida he arribado felizmente a este orbe. Yo os certifico que cualquiera terrícola durmiendo puede hacer el mismo viaje con la misma felicidad. Yo he continuado observando y filosofando, y, después de todo, me hallo con la satisfacción de haberme desecho de una infinidad de preocupaciones, habiendo registrado las claras fuentes en que deben beberse las noticias experimentales; que es lo que aconseja Marcial en el Epigrama 102 del Libro 9.
Multum, crede mihi, refert a fonte bibatur(1) Marcial libro IX, epigrama XCIX:
qui [sic] fluit, an pigro, qui [sic] stupet unda lacu.(1)
"multum, crede mihi, refert a fonte bibatur
quae fluit an pigro quae stupet unda lacu."
"Es muy distinto, créeme, si se bebe el agua que
fluye de la fuente o la que está parada en una charca estancada."
El romanticismo de las IAs
Hace 9 horas
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