PASARON UNOS días y el Pequod, dejando atrás los hielos y los témpanos, siguió avanzando hacia la luminosa primavera de Quito que reina en el mar casi perpetuamente, en los umbrales del eterno agosto del trópico.
Los días tibios y frescos, límpidos, rumorosos, perfumados, pródigos, eran como copas de cristal de sorbetes persas, desbordantes de espumosa nieve de agua de rosa. Las noches estrelladas y solemnes parecían altivas damas ataviadas con terciopelos enjoyados, que acariciaran en sus casas, recluidas en su orgullo solitario, el recuerdo de sus ausentes barones victoriosos, los soles de los yelmos dorados...Para dormir, era difícil elegir entre días tan placenteros y noches a tal punto seductoras. Pero todos los hechizos de esa estación sin crepúsculos no se limitaban a enriquecer el mundo exterior con nuevos encantos y poderes. Interiormente, se insinuaban en el alma, sobre todo cuando llegaban las dulces y tranquilas horas de la tarde. Era entonces cuando el recuerdo hacía surgir sus cristales, así como el trasparente hielo se forma especialmente en los atardeceres silenciosos.
Moby Dick
Herman Melville
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