Tan acostumbrado estaba a los crujidos de la navegación, que al despertar de la siesta oí el silencio del buque. Me asomé por un ojo de buey. Vi abajo el agua tranquila y a lo lejos, pródiga en vegetación verde, la costa, donde identifiqué palmeras y probablemente bananos. me puse el traje de brin y subí a cubierta.
Habíamos atracado. Al babor estaba el puerto, con negros hormiguendo por el empedrado, entre los rieles, las altas grúas y los interminables galpones grises; más allá se desparramaba la ciudad, cercada por cerros de empinada ladera selvática; diligentemente, según advertí, entraba carga en el barco. Al estribor -si estribor es el lado derecho cara a proa- encontré la costa que había observado por el ojo de buey; una isla que me recordó factorías donde nunca estuve, parajes de novelas de Conrad. Algo he de haber leído sobre un personaje que por paulatina muerte de la voluntad, contra el anhelo de su alma, va quedándose en un lugar así, en la Península Malaya, en Sumatra o en Java.
El lado de la sombra
Adolfo Bioy Casares
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