En los días de mi infancia, Thule era la isla natal de la reina Sigrid, la eterna novia vikinga del capitán Trueno, héroe de mi tebeo favorito. Con los años, descubrí que no estaba en los mapas, pero era algo más que un cuento: era un símbolo de lo frío y lejano, aquello que no podemos alcanzar.
Quien primero habló de Thule fue Piteas. Había nacido en el siglo IV en Masalia (Marsella), que entonces era la colonia griega más próspera del Mediterráneo occidental. Sin embargo, Piteas tenía más del valiente Ulises de Ítaca que de mercader heleno. Se propuso cruzar los límites del mundo conocido y llegar hasta el lugar de donde procedían el estaño y el ámbar, el preciado mineral y la resina fósil que los griegos compraban a intermediarios. Pero no lo animaba la riqueza, sino el descubrimiento científico. Hacia el año 340 a.C., fletó su propio navío y viajó por donde ningún otro griego había llegado antes.
Thule, la isla soñada por Piteas
Jaume Bartrolí
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