Sólo una vez en mi vida he metido mano de ratero en un bolsillo. Válgame de disculpa que quizás fue en un momento de distracción y que ese bolsillo era el mío propio. Bien puedo describir tal acto como ratería, porque al sacar cosas de mi bolsillo experimenté al menos una de las emociones del ladrón: completa ignorancia y profunda curiosidad de lo que mi mano habría de encontrar.
Hacía un viaje relativamente largo, encerrado en un vagón de ferrocarril de tercera clase. La hora era la del atardecer; cielo y tierra desaparecían borrados, como por una enorme brocha húmeda, por una persistente cortina de lluvia totalmente incolora. No llevaba conmigo libros ni periódicos. No había en las paredes del vagón carteles de anuncios; de otra suerte, me hubiera sumergido en su estudio. Porque cualquier colección de palabras impresas es suficiente para sugerir infinidad de complejas ideas a la mente imaginativa. Pero no había allí palabra impresa ni láminas de ninguna clase; no había sino paredes grises dentro del vagón y lluvia gris fuera.
Pero yo he negado siempre, de la manera más enérgica, que exista o que pueda existir ninguna cosa que carezca de interés. Así, me quedé mirando fijamente las junturas de las paredes y luego los asientos del vagón, y me puse a pensar en el tema fascinante de la madera. Y en el preciso momento en que empezaba a darme cuenta de la razón por la cual quizás Cristo fué carpintero y no albañil ni panadero, me acordé repentinamente de mis bolsillos. LLevaba conmigo un tesoro ignorado. Una rica colección de curiosidades. Y principié a sacar cosas.
Lo primero que encontré fue un buen número de billetes del tranvía de Battersea. Ellos me proporcionaron el material impreso que yo estaba deseando, porque llevaban al respaldo unos breves pero llamativos ensayos científicos en miniatura sobre cierta clase de píldoras. Relativamente hablando, en aquella indigencia mía esos billetes podían muy bien considerarse como una pequeña pero bien escogida biblioteca científica. Y si mi viaje durara unos cuantos meses más -lo que entonces parecía seguro- , podría lanzarme en una controversia imaginaria respecto a las píldoras y formular réplicas en pro y en contra, basadas sobre los datos que esos billetes me habían proporcionado.
La cosa que saqué enseguida de mi bolsillo fue mi cortaplumas. Un cortaplumas, casi es innecesario decirlo, merecería por sí solo un voluminoso tomo de meditaciones morales... Vi las oscuras y húmedas entrañas de los bosques en donde el hombre primitivo encontró entre todas las piedras comunes la piedra extraña. Vi vagamente la violenta batalla en que las hachas de piedra y los cuchillos de pedernal saltaban hechos pedazos al dar contra algo nuevo y brillante que blandía la mano de un hombre desesperado. Vi todas las espadas de los tiempos feudales y todas las ruedas de la guerra industrial.
Continué con mi rebusca y saqué del bolsillo una caja de fósforos. Vi entonces en ella el fuego, más fuerte aún que el acero, la llama, esa fiera y antiquísima entidad femenina que todos amamos, pero no nos atrevemos a tocar.
Encontré enseguida una barrita de tiza; en ese menudo fragmento vi con los ojos de la imaginación todo el arte y todos los frescos del mundo. Vino luego una moneda de muy poco valor; en ella contemplé no solamente la efigie e inscripción de César, sino también el gobierno y el orden desde el principio del mundo.
Pero ya no dispongo de espacio para continuar la lista de los artículos que siguieron saliendo de mi bolsillo, en espléndida procesión de símbolos poéticos. Quiero mencionar, sin embargo, una cosa que no pude encontrar en el bolsillo:
Mi billete de trenLo que me encontré en el bolsillo
G. K. Chesterton
1 comentario:
No hay que insistir, Chesterton, es genial.
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