Aventuras de un novelista atonalAventuras de un novelista atonalDentro de una pieza cavernosa, esferoide, un novelista se encontraba escribiendo. Al parecer, de lo más entretenido.
Tanto el techo como las paredes eran curvos: el piso hacia abajo, por hallarse casi hundido en el centro; con mesa, sillas, ropero y novelista practicando, desesperados, alpinismo en la cresta de esa horrenda fosa o sima. El techo por su parte —esto es curioso— encontrábase combado hacia arriba: como si una violenta explosión lo hubiese transformado en una roñosa superficie cóncava. Su extrañísima forma debemos atribuirla no exactamente a impericia sino, más bien, a las peculiares ideas arquitectónicas de quien se encargó de restaurar ese edificio de casi cien años. Fastidiado ante los sucesivos derrumbes, se dijo: "Este techo se cayó más de tres veces. Más de cuatro, no". Así pues le dio forma de cúpula, procediendo luego a plastificarla y a pintar, sobre el todo, motivos adecuados. Para la decoración de su Capilla Sixtina siguió un método resonante entre lo moderno y lo antiguo. Tratábase de largas hileras ondulantes de rombos, encadenados unos con otros por los vértices; algunos mostraban en su interior rosas azules sobre fondo lila esfumado, en tanto que otros eran de un color que, por lo indescriptible, denominaré milanesa frita. La ilusión del brillo del aceite estaba dada por el plastificado. Este era lavable, como las pinturas, aunque en cinco años jamás alguien lo limpió; a raíz de ello, la mala combustión del querosén proveniente de un calentador, sumada a las nubes asfixiantes y tenebrosas de los guisotes, consiguieron dejarlo ahumado como a las pancetas. No quisiera ser acusado de minucioso y detallista en extremo, pero no puedo menos, en este caso, que aumentar la precisión de lo descripto: aquel techo tenía el color exacto de esos objetos que los reducidores de cabezas mantienen sobre hogueras humeantes, días y días, hasta que toman el tamaño de un puño.
Qué delicia. El novelista, distraído, nada notaba y escribía sin cesar, durante todos los momentos libres que le arrojaban como migajas sus ocupaciones de obrero de la limpieza.
En sucesivos períodos, el escritor viose obligado a compartir sus buhardillas con dos, tres o más compañeros de cuarto. Siempre pobrísimo, con húmedo frío en invierno; calor inaguantable en verano y baño común para cincuenta personas.
Alberto Laiseca
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