No he querido volver a leer nunca más los cinco o seis libros que me gustaron con delirio en mi primera juventud: tengo miedo de perderlos para siempre.
Los hay que leen sentados a la mesa. Los hay que leen echados en las butacas o en las camas. No les juzgo; es más: como hermano, los perdono.
Pero jamás he comprendido mejor y saboreado tanto un libro como cuando lo he leído al aire libre, bajo el cielo amigo que proteje campos y montañas, sentado en la hierba o sobre una peña, con el bastón al lado, un cigarrillo en los labios y el lápiz en la mano. Aquí donde cantaban los pastores míticos, donde rogaban los ermitaños y los solitarios observaban los astros, ha quedado algo de la silenciosa rarefacción deseada por todos los contemplativos, con el fin de llegar a ser -según quieren Walt Whitman y Chauteaubriand- lo que se mira. El aire, aquí arriba, es más sutil y puro no sólo en sentido físico sino en sentido espiritual también. Menos peso en la cabeza, menos impedimentos en el alma, menos asaltos e insidias en los sentidos. Los libros de los santos, leídos en el despacho, en la ciudad, amaestran y sosiegan; y a cierta altura, entre verde de hojas y azul celeste de horizontes, convencen, alientan, encantan. Y aquellos poetas que gustan leídos a la luz de una bombilla eléctrica, releídos en la limpidez de las colinas arrebatan y casi embriagan.
Pero jamás he comprendido mejor y saboreado tanto un libro como cuando lo he leído al aire libre, bajo el cielo amigo que proteje campos y montañas, sentado en la hierba o sobre una peña, con el bastón al lado, un cigarrillo en los labios y el lápiz en la mano. Aquí donde cantaban los pastores míticos, donde rogaban los ermitaños y los solitarios observaban los astros, ha quedado algo de la silenciosa rarefacción deseada por todos los contemplativos, con el fin de llegar a ser -según quieren Walt Whitman y Chauteaubriand- lo que se mira. El aire, aquí arriba, es más sutil y puro no sólo en sentido físico sino en sentido espiritual también. Menos peso en la cabeza, menos impedimentos en el alma, menos asaltos e insidias en los sentidos. Los libros de los santos, leídos en el despacho, en la ciudad, amaestran y sosiegan; y a cierta altura, entre verde de hojas y azul celeste de horizontes, convencen, alientan, encantan. Y aquellos poetas que gustan leídos a la luz de una bombilla eléctrica, releídos en la limpidez de las colinas arrebatan y casi embriagan.
Exposición personal
Giovanni Papini
3 comentarios:
Soberbio, Higinio. Me ha hecho recordar algunos queridos libros leídos en Busturia, durante aquellos veranos... ¡ay!, qué libros, y qué veranos...
Puede ser medio cierto, lo que dice Papini, y el ambiente que rodea a la lectura, está claro que lo presentimos como fundamental. Y de los veranos de Busturia, recuerdo las lecturas de libros, planteadas como un aprendizaje y verano tras verano,la serie de libros dejaban paso a otros, salvo aquellos que ya no se despegarían jamas.
Quiero a esa profesora de ¿lectura?
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