lunes, 22 de diciembre de 2008

El capitán Roden

Helmut Glassl. Barcos acercándose a la costa
Él había estado en África, en Barcelona y había viajado en barcos. LLevaba siempre una agenda en la que anotaba todo: la temperatura que hacía, la gente con la que se cruzaba, las defunciones y natalicios, el precio de la fruta. El capitán Roden llevaba una vida maravillada y metódica, y sacaba conclusiones muy marrulleras y visionarias de los años de sequía, de las mareas o de los niños que nacían ciegos, interpretando todo como avisos bíblicos del fin del mundo, que para él siempre estaba a la vuelta de la esquina.
Al capitán Roden le pasaba lo mismo que al sargento Arruza: que ni era capitán ni era nada. En el pueblo había mucha afición, por lo visto, a regalar galones de chichirimoche, porque de otro modo no se explica ese pequeño ejército impostor y algo pirado. Pero el capitán Roden, de todas formas, tenía esa aura enigmática y despeinada de los viejos marinos roncos y apocalipticos, con su medallón de la Virgen y su vozarrón de tempestad con el que entonaba canciones holandesas y vizcaínas con mucha imponencia y desgarro, componiendo la elegía de sus tumbos marinos por el mundo.
Al capitán Roden lo veíamos muchas tardes en el muelle, mirando el horizonte como si esperase la llegada de algún mercante en el que él hubiera navegado en tiempos, para que alguien le dijese: "Eh, capitán, vente con nosotros", y él se fuera sin pensarlo, rumbo a Mogadicho o Socotora.

La propiedad del paraíso
Felipe Benítez Reyes

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