Ninguno de mis jóvenes compañeros, ni Mouli ni Ismail, parecía capaz de sentir la completa y horrible lejanía de la ciudad sin nombre, ya que para ellos una ruina era una ruina y la piedra era piedra, fuera quien fuese el que la construyera y cuando la construyera. En parte esta insensibilidad de mis discípulos me agradaba, porque la encontraba reconfortante, y a veces maldije a mi imaginación que, quizá, pintaba horrores donde no los había. Pero me acordé de otras ciudades primitivas que había visto y visitado durante los años de mis viajes por toda la Tierra, o de aquella terrible Ciudad Maligna maldita, esa ciudad que los Beduinos del desierto llaman en voz baja Beled-el-Djinn, la Ciudad de los Diablos, que los turcos llaman Kara-Shehr, la Ciudad Negra, donde una Momia postrada en un trono milenario sujeta con sus garras marchitas una joya de antigüedad innombrable; y me acordé, también, de Irem, la Ciudad de los Pilares, y de mis andanzas por Mesopotamia donde se encuentran las ruinas de Sarnath la Condenada, que está entre las ciudades más antiguas construidas por el hombre, y de su vecina de mala fama, la ciudad de piedra gris de Ib, que no fue construida por las manos del hombre.
El Necronomicón: la traducción de Dee
Lin Carter
1 comentario:
Fabuloso, Higinio.
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