Todavía aquella misma mañana, en la piscina, pensando que veinticuatro horas después pondría al fin pie en la alegre ciudad de Parténope, se le había puesto un nudo de emoción en la garganta. ¡Volver a Nápoles! ¡Volver al divino golfo de Nápoles: Capri, Herculano, Miseno, qué se yo! Tanto currículum, tanta oposición le había impedido pisar estas tierras privilegiadas en su juventud, y luego, un poco por pereza -siempre había sido muy dado a la rutina. ¿De qué otro modo, si no, habría podido pasarse tanto tiempo con el culo pegado a una silla y ante un montón de apuntes?-, un poco también por temporal olvido -tan ocupado anduvo al principio, tratando de escalar cada vez más altos puestos- había ido dejándolo para más tarde. Y así año tras año, de modo que tan sólo en una ocasión había estado en estos lugares. Sólo en una ocasión, y de esto hacía ya..., ¿cuánto hacía que había estado en Nápoles? Ni se acordaba.
Aquel golfo encantado, su sueño desde casi la infancia, desde aquellas primeras lecturas -Munthe sobre todo- de los quince, dieciseis abriles. Y el caso es que no se explicaba muy bien el porqué de esta especie de obsesión, de esta íntima manía que se le había ido a posar en esta parte de Italia. Únicamente allí. Había, como no, otros lugares mágicos que también le subyugaron siempre. Lugares por los que su encendida imaginación adolescente había revoloteado más de una vez, ¡y más de dos! Podía recordar con fruición Bagdag, Bristol, el Lilliput de Gulliver..., pero todos pertenecían al pasado. No eran otra cosa que el recuerdo de un sueño muy lejano que había ido muriéndosele ante los sucesivos tribunales de oposiciones. Con Nápoles era distinto: Nápoles seguía ahí quieto, preso en alguna entretela de su mente, como un pájaro que uno contempla durante un buen rato y que tan sólo emprende el vuelo cuando por fin damos con la máquina de fotos y no nos falta más que apretar el disparador.
Aquel golfo encantado, su sueño desde casi la infancia, desde aquellas primeras lecturas -Munthe sobre todo- de los quince, dieciseis abriles. Y el caso es que no se explicaba muy bien el porqué de esta especie de obsesión, de esta íntima manía que se le había ido a posar en esta parte de Italia. Únicamente allí. Había, como no, otros lugares mágicos que también le subyugaron siempre. Lugares por los que su encendida imaginación adolescente había revoloteado más de una vez, ¡y más de dos! Podía recordar con fruición Bagdag, Bristol, el Lilliput de Gulliver..., pero todos pertenecían al pasado. No eran otra cosa que el recuerdo de un sueño muy lejano que había ido muriéndosele ante los sucesivos tribunales de oposiciones. Con Nápoles era distinto: Nápoles seguía ahí quieto, preso en alguna entretela de su mente, como un pájaro que uno contempla durante un buen rato y que tan sólo emprende el vuelo cuando por fin damos con la máquina de fotos y no nos falta más que apretar el disparador.
El humo del Vesubio
Víctor Botas
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