viernes, 13 de febrero de 2009

Una torre en la Toscana

Thomas Allen. Torre de libros.
Quienes de nosotros presumen de escribir libros caen al parecer en dos categorías: los estables y los itinerantes. Hay escritores que sólo funcionan "a domicilio", con la silla adecuada, los estantes de diccionarios y enciclopedias, y ahora tal vez con el ordenador. Y luego están esos otros, como yo, que quedan paralizados por el "domicilio", para quienes el domicilio es sinónimo del proverbial bloqueo del escritor, y que ingenuamente creen que todo estaría bien con que sólo se hallaran en alguna otra parte. Incluso entre los muy grandes se encuentra la misma dicotomía: Flaubert y Tolstói, que trabajan en sus bibliotecas; Zola, con una armadura junto a su escritorio; Poe, en su cabaña; Proust, en la habitación tapizada de corcho. Por otra parte entre los itinerantes está Melville, a quien afincarse como un caballero en Massachusetts "lo echó a perder", o Hemingway, Gogol o Dostoievski cuyas vidas, por elección o necesidad, fueron un permanente e impetuoso ir de un hotel a otro, de una habitación de alquiler a otra -y el último en una prisión en Siberia-.
Por lo que me atañe (y por lo que valga), he intentado escribir en lugares tan variados como una choza de barro africana (con una toalla mojada en la cabeza), un monasterio del Monte Athos, una colonia de escritores, una casucha en un páramo y hasta una tienda. Pero no bien llega la tormenta de arena, o comienza la estación lluviosa o un martillo pilón destruye toda esperanza de concentrarme, me maldigo y pregunto "¿qué estoy haciendo yo aquí, por qué no estoy en la Torre?".

En realidad hay dos torres en mi vida. Ambas medievales. Ambas con paredes espesas que las hacen cálidas en invierno y frescas en verano. Ambas con vistas de montañas delimitadas por ventanas muy pequeñas que impiden que uno se distraiga. Una está en la frontera galesa, en las praderas acuosas del río Usk. La otra es la torre de señalización de Beatrice von Rezzori, construida en los días de los güelfos y gibelinos y que se alza en una colina de bosques de robles y nogales, a unos veinticinco kilómetros al este de Florencia.
Que yo sepa Beatrice nunca compró nada que no fuera una ganga, aun teniendo que viajar al otro lado del mundo para conseguirla. Compró alfombras dhurrie en el bazar de alfombras de Kabul. Más cerca de casa compró sillas del Castello di Sammezzano, un falso palacio morisco en una colina cercana. Además tenía una variedad de objetos extraños del tipo que los refugiados meten en sus baúles: un incensario dorado; grabados de odaliscas; o un retrato de su abuelo pachá que una vez fue gobernador cristiano de Líbano -objetos que necesitaban un hogar y que, con un poco de imaginación, podían conjurar ecos de perezosas tardes estivales en casas de verano junto al agua-.
Cada vez que me instalo en un lugar fijo, el lugar se vuelve un mar de libros y papeles y camas deshechas y ropas tiradas aquí y allá. Pero la Torre es un lugar donde siempre he trabajado con la cabeza clara y bien, en invierno y en verano, de día o de noche -y los lugares donde uno trabaja bien son los lugares que más ama-.

Anatomía de la inquietud
Bruce Chatwin

1 comentario:

Ar Lor dijo...

No me importaría vivir encerrado en esa torre, ¡vaya azotea!