lunes, 30 de marzo de 2009

Lectura privada

Eve Arnold. Marilyn leyendo el Ulises de Joyce.
Con frecuencia, el placer que proporciona la lectura depende de la comodidad del lector. "He buscado la felicidad por todas partes", confesaba Tomás de Kempis a principios del siglo XV, " pero no la he encontrado en ningún sitio excepto en un rincón y en compañía de un libro". Pero, ¿qué rincón? ¿Qué libro? Tanto si escogemos primero el libro y después el rincón o primero el rincón y después decidimos qué libro corresponderá al ambiente del rincón, no cabe duda de que a cada libro corresponde un cierto lugar de lectura, y entre los dos existe una relación inextricable. Hay libros que leo en mi sillón y hay otros que leo sentado frente a mi escritorio; hay libros que leo en el metro, en tranvías o autobuses. Considero que los libros leídos en trenes tienen algo en común con los libros que se leen en sillones, quizá porque en ambos casos puedo aislarme sin dificultad de lo que me rodea. "La mejor ocasión para leer un buen relato elegante", ha dicho el novelista inglés Alan Sillitoe, "es un viaje solitario en tren. Rodeado de desconocidos y con un paisaje que no nos es familiar al otro lado de la ventanilla (al que se echa una ojeada de cuando en cuando) la vida atractiva y complicada que surge de las páginas impresas posee matices propios, peculiares y duraderos". Libros leídos en una biblioteca pública nunca tienen el mismo aroma que los leídos en un ático o en la cocina.

El epicúreo poeta persa Omar Jayyam recomendaba leer poesía al aire libre y bajo un árbol. "Suelo desnudarme", escribió el joven poeta Shelley, "y sentarme sobre las rocas, leyendo a Herodoto, hasta que dejo de sudar". Pero no todo el mundo es capaz de leer con el cielo por techo. "Raras veces leo en playas o jardines", confesaba Marguerite Duras. "No se puede leer con dos luces al mismo tiempo, la luz del día y la del libro. Hay que leer con luz eléctrica, la habitación a oscuras, sólo la página iluminada".

Una historia de la lectura
Alberto Manguel

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