jueves, 12 de marzo de 2009

Los lectores silenciosos

Alfred Eisenstaedt. Marilyn en su casa, leyendo.
En el año 383, casi medio siglo después de que Constantino el Grande, primer emperador del mundo cristiano, fuera bautizado en su lecho de muerte, un profesor de retórica latina de veintinueve años de edad que los siglos futuros conocerían como San Agustín llegó a Roma desde una de las avanzadillas del Imperio en el norte de África. Alquiló una casa, creó una escuela y atrajo a un grupo de alumnos que habían oído hablar de las cualidades de aquel intelectual de provincias, pero no tardó en darse cuenta de que no iba a ser capaz de ganarse la vida como maestro en la capital del Imperio. En Cartago, su ciudad de origen, sus alumnos habían sido gamberros alborotadores, pero por lo menos pagaban las lecciones; en Roma sus alumnos escuchaban en silencio sus disquisiciones sobre Aristóteles o Cicerón hasta que llegaba el momento de fijar los honorarios, momento en que se pasaban en masse a otro profesor dejando a Agustín con las manos vacías. De manera que, cuando un año después el prefecto de Roma le ofreció la oportunidad de enseñar literatura y elocución en la ciudad de Milán, incluyendo en la oferta los gastos de viaje, Agustín aceptó agradecido.
Quizá porque era forastero en la ciudad y deseaba compañía intelectual, o quizá porque su madre le había pedido que lo hiciera, Agustín, una vez en Milán, decidió visitar al obispo, el célebre San Ambrosio, amigo y consejero de Mónica, la madre de Agustín.

Según un mosaico del siglo V, Ambrosio era un hombre pequeño, de aspecto inteligente, orejas grandes y barba corta y negra que contribuía más a comérsele el rostro angular que a llenarle la cara. Era un predicador sumamente apreciado; en la iconografía cristiana su símbolo fue la colmena, emblema de la elocuencia. Agustín, que consideraba afortunado a Ambrosio, puesto que tantas personas lo admiraban, fue incapaz de hacer a aquel sabio las preguntas sobre cuestiones de fe que le preocupaban, porque, cuando Ambrosio no estaba comiendo frugalmente o atendiendo a uno de sus muchos admiradores, se encontraba solo en su celda, leyendo.
Ambrosio era un lector fuera de lo común. "Cuando leía", dice Agustín, "sus ojos recorrían las páginas y su corazón penetraba el sentido; mas su voz y su lengua descansaban. Muchas veces estando yo presente, pues el ingreso a nadie estaba vedado ni había costumbre en su casa de anunciar al visitante, así le vi leer en silencio y jamás de otro modo".
Ojos que escrutan la página, lengua inmóvil: así, exactamente, es como yo describiría hoy a un lector que estuviera sentado con un libro en un café frente a la iglesia de San Ambrosio en Milán, leyendo, tal vez, las Confesiones de san Agustín.

Una historia de la lectura
Alberto Manguel

2 comentarios:

Gavilán dijo...

Extraordinario, Higinio.

Ar Lor dijo...

La maravillosa lectura en silencio, más si cabe, teniendo al lado...