Siempre ha habido muchas razones para viajar, de las cuales la más simple -y ya compleja- consiste en hacerlo por la ganancia y por la aventura, dos móviles difícilmente separables incluso en el caso de los mercaderes de Las mil y una noches y en el de Marco Polo. Para convertir a una religión, en la que uno cree, a otros hombres supuestamente sumidos en la noche de la ignorancia, como los franciscanos que penetraron en el imperio mongol, Francisco Javier en el Japón o asimismo los monjes hindúes que evangelizaron China, o los monjes chinos de camino hacia el Japón. Hay otros casos en que se viaja para regresar, como Ulises, a una patria perdida o -como lo hacían, al parecer, los grandes navegantes primitivos- con la esperanza de encontrar una isla más favorable que aquella que abandonaban. Muy pronto, a esos motivos viene a añadirse un nuevo móvil: la búsqueda del conocimiento. Ulises, como tan bien lo vio el poeta griego moderno Kavafis, encuentra, en las numerosas escalas que lo separan de Ítaca, una ocasión para instruirse y gozar de la vida. Los viajes en busca del conocimiento son de todos los tiempos: conocemos aquellos, a menudo legendarios, de los sabios griegos a Egipto, de los romanos a Grecia, de los japoneses a Corea o a China, de los filósofos occidentales de la Edad Media al mundo musulmán y a Asia. El viaje a lejanas regiones se convirtió en un ingrediente indispensable de la vida de los filósofos, ya se tratara de Solón o de Paracelso. En todos los casos, se trata de informarse acerca del mundo tal cual es y de instruirse también ante los vestigios de lo que ha sido.
Viajes en el espacio y en el tiempo
Marguerite Yourcenar
1 comentario:
¡Qué bien escribe la Yourcenar!
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