No me cabe la menor duda de que en Libia, en los confines de Etiopía, donde viven hombre muy viejos y muy sabios, existen hechicerías aún más misteriosas que las de las de las magas de Tesalia. Es verdaderamente terrible que los encantamientos de las mujeres pueden encerrar la luna en el marco de un espejo, o hundirla durante el plenilunio en un cubo de plata junto a estrellas empapadas, o freírla en una sartén como si fuera una amarilla medusa marina mientras la noche tesaliana es negra y los hombres que cambian de piel tienen libertad para equivocarse; todo esto es espantoso, pero yo tendría menos miedo a esas cosas que a encontrarme de nuevo con las embalsamadoras libias en el desierto color de sangre.
Mi hermano Ophélion y yo habíamos atravesado los nueve círculos de diversas arenas que rodean Etiopía. Hay dunas de tierra que a lo lejos parecen glaucas como el mar o azuladas como lagos. Los pigmeos no llegan hasta esas latitudes; los habíamos dejado en las grandes selvas tenebrosas, donde el sol no penetra jamás; los hombres de cobre que se alimentan de carne humana y se reconocen unos a otros por el ruido de las mandíbulas están más lejos, a poniente. Según todas las apariencias, el rojo desierto en el que entramos para ir hacia Libia está desnudo de hombres y ciudades.
Mi hermano Ophélion y yo habíamos atravesado los nueve círculos de diversas arenas que rodean Etiopía. Hay dunas de tierra que a lo lejos parecen glaucas como el mar o azuladas como lagos. Los pigmeos no llegan hasta esas latitudes; los habíamos dejado en las grandes selvas tenebrosas, donde el sol no penetra jamás; los hombres de cobre que se alimentan de carne humana y se reconocen unos a otros por el ruido de las mandíbulas están más lejos, a poniente. Según todas las apariencias, el rojo desierto en el que entramos para ir hacia Libia está desnudo de hombres y ciudades.
El rey de la máscara de oro
Marcel Schwob
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