La tornasolada desgracia de JacintaLa tornasolada desgracia de JacintaDentro del apartamento, Jacinta luchaba con sus párpados, tratando de mantener los ojos fijos en la pared. “Si no dejo de mirarla, tal vez ella decida por mí lo que hay que hacer” se decía, domando sus bostezos a fuerza de lágrimas. Pero la desgracia parecía no darse cuenta y se mantenía impasible. “¿Y si nos hacemos amigas?”, pensó Jacinta. Durante varios días, desde el amanecer hasta el anochecer, se dedicó a contarle con lujo de detalles los últimos aburrimientos vividos en plena alegría, sin sobresaltos ni angustias, tratando de interesar a la desgracia sin ninguna respuesta.
......
Fueron pasando las horas y los días hasta que Jacinta sucumbió al cansancio, al sueño y al hambre. Los labios se le deshidrataron y la lengua se le evaporó con la última palabra. Las tripas se le habían pegado a la espalda y las ojeras dibujaban una sombra violácea en su rostro. Su cuerpo se encogía lentamente. Un antifaz le regalaba el anonimato de los muertos. Sus zapatos de charol rojo relucían sobre el negro mosaico, a la espera del último vals.
Así la encontraron los vecinos, una vez lanzaron abajo la puerta y cayeron en jauría sobre la sala. Unos encima de otros, el carnicero, el cartero, la violinista, el afilador de sueños, la modista, el poeta, la cantante, el ilusionista, el realista, el propio alcalde, el cura piadoso, la dentista, el doctor, todos se abalanzaron sobre Jacinta buscando encontrar en ella la desgracia y tomarla para sí, pero al no haber visto nunca una, nadie fue capaz de reconocerla.
En la rebatiña, los trajes y las carnes empezaron a volar por los aires. Los unos despedazaban a los otros en una enfebrecida danza, tratando de hacer suya una desgracia invisible. En medio de aquel festín de avaricia y locura colectiva, y aprovechando el descuido y la matanza general, la desgracia decidió salir volando en busca de otros horizontes. Total, no dejaba de ser una enorme mariposa solitaria venida de muy lejos que había caído, por culpa de un viento despiadado, en las
entrañas de las minas de carbón de Barrancas, y sus iridiscentes y coloridas alas habían acabado revolcadas de hollín, vistiendo un riguroso luto que en nada le pertenecía.
—Qué desgracia de pueblo –murmuró, antes de emprender su majestuoso vuelo.
(p.32-36) 2006 441 Dic. Revista Diners
Angela Becerra
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