La mujer nos condujo a un extremo de la ciudad, un lugar que tenía una vista espléndida y desde donde se veía el Potala. Esto me alegró, porque durante todo el viaje había soñado con encontrar en Lhasa un alojamiento desde donde pudiera contemplarlo a mi gusto. La casa en la que nos alquilaron una minúscula habitación estaba medio en ruinas, muy propia para alejar todo tipo de sospecha que hubiera podido poner nuestro incógnito en peligro. A nadie se le podía ocurrir que hubiera allí una peregrina extranjera y los pordioseros del lugar ignoraron siempre quién era yo.
La mujer que nos había llevado hasta allí se fue, después de haberse despedido brevemente. No la volvimos a ver.
Por la noche, antes de dormirnos en nuestro cuchitril, le pregunté a mi fiel compañero de ruta:
-¿Puedo decir ya que hemos ganado la partida?
-Lha gyalo. Dé tamtché pam! -respondió, como queriendo decir, con toda la alegría que le salía del corazón: "Estamos en Lhasa".
Había llegado a Lhasa, felizmente. Lo más difícil se había realizado, pero la lucha distaba mucho de haber terminado. Estaba en Lhasa. Ahora se trataba de quedarse.
Aunque había llegado a Lhasa más por aceptar un desafío que por un vivo deseo de visitarla, una vez allí consideraba que debía tener una compensación por las fatigas y vejaciones que había soportado hasta llegar a mi objetivo. Me hubiera sentido avergonzada si alguien me hubiera reconocido y me hubieran encerrado en una habitación para llevarme después a la frontera sin haber podido siquiera mirar los edificios. Eso no podía ocurrir. Quería subir hasta lo más alto del Potala, visitar los santuarios y los monasterios de los alrededores, asistir a las diversas ceremonias y disfrutar de las fiestas del Nuevo Año. Esta recompensa me la merecía, no iba a renunciar a ella.
La mujer que nos había llevado hasta allí se fue, después de haberse despedido brevemente. No la volvimos a ver.
Por la noche, antes de dormirnos en nuestro cuchitril, le pregunté a mi fiel compañero de ruta:
-¿Puedo decir ya que hemos ganado la partida?
-Lha gyalo. Dé tamtché pam! -respondió, como queriendo decir, con toda la alegría que le salía del corazón: "Estamos en Lhasa".
Había llegado a Lhasa, felizmente. Lo más difícil se había realizado, pero la lucha distaba mucho de haber terminado. Estaba en Lhasa. Ahora se trataba de quedarse.
Aunque había llegado a Lhasa más por aceptar un desafío que por un vivo deseo de visitarla, una vez allí consideraba que debía tener una compensación por las fatigas y vejaciones que había soportado hasta llegar a mi objetivo. Me hubiera sentido avergonzada si alguien me hubiera reconocido y me hubieran encerrado en una habitación para llevarme después a la frontera sin haber podido siquiera mirar los edificios. Eso no podía ocurrir. Quería subir hasta lo más alto del Potala, visitar los santuarios y los monasterios de los alrededores, asistir a las diversas ceremonias y disfrutar de las fiestas del Nuevo Año. Esta recompensa me la merecía, no iba a renunciar a ella.
Viaje a Lhasa
Alexandra David-Néel
1 comentario:
El Potala, Lhasa, Tibet. Sueños maravillosos de la juventud.
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