Los más nítidos y sentimentales recuerdos de aquella edad no son la primera gorra de marinero de terciopelo azul celeste, ni las naranjas chupadas en la pérgola de una playa de aguas verdes oscuras, ni tampoco los engallados caballos piafando en vano en la pista de madera, ni siquiera el primer escalofrío sentido junto a una niña de labios entreabiertos por el aliento jadeante de la carrera. Recuerdo, en cambio, todavía con infantil deseo, mi primer o segundo libro de escuela -pobre, humilde y soso libro de lectura encuadernado con tapas amarillas-, donde un muchacho modelo, afligido y rechoncho, arrodillado en camisa sobre una camita de hierro, , parecía recitar precisamente aquella oración en verso que yo deletreaba debajo. Y recuerdo con mayor nostalgia una especie de Mil y una noches de la naturaleza, un libraco de lomo verde deshilachado, con páginas inmensas, anchas, ajadas, rojizas de humedad, a menudo medio arrancadas o manchadas de tinta, pero que yo abría con la seguridad de ver aparecer ante mí, siempre nueva, una maravilla ya conocida. Allí los pulpos gigantes de ojos redondos y crueles afloraban del mar para agarrar los enormes veleros del Pacífico; un joven de elevada estatura, descubierto, arrodillado en la cumbre de un monte, proyectaba sobre un oscuro cielo alemán su sombra colosal; entre las altísimas y escarpadas paredes de un valle español angosto y oscuro pasaba un diminuto caballero, apenas iluminado por un rayo desde lo alto del cielo, espantado de aquel silencio de abismo; un enternecido demiurgo chino, con un paño a la cintura por único vestido, con el cincel en una mano y el martillo en la otra, estaba puliendo el mundo entre el desorden de un rígido bosque de estalactitas que despuntaban por encima de la tierra; un esforzado explorador embutido en una pelliza plantaba una enorme bandera negra, que flameaba al viento, en la cima de un promontorio, cara al océano Ártico, blanco, solitario y furioso... Y hojeando las páginas enrojecidas aparecían de pronto rostros atontados de indígenas polinesios; islas madrepóricas colocadas en el mar como ligeras almadias; siniestros cometas amarillentos en el ilimitado terror del cielo negrísimo de tinta, y esqueletos de reptiles colosales.
Un centenar de libros
Giovanni Papini
1 comentario:
¡Chapeau!
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