Estaba, pues, en el corazón de la chinería. Las ciudades de oriente, desde Calcuta a Singapur, desde Penang a Batavia, eran vagos y oficiales establecimientos europeos de los colonizadores, circundados por inmensas barriadas chinas, bancarias, artesanales, multitudinarias.
Es un principio sagrado para mí, en cada nueva ciudad que piso, entregarme a las calles, a los mercados, a los vericuetos soleados o sombríos, al esplendor de la vida. Pero aquella vez, demasiado fatigado, me tendí bajo la gasa del mosquitero protector y me quedé dormido.
Es un principio sagrado para mí, en cada nueva ciudad que piso, entregarme a las calles, a los mercados, a los vericuetos soleados o sombríos, al esplendor de la vida. Pero aquella vez, demasiado fatigado, me tendí bajo la gasa del mosquitero protector y me quedé dormido.
En aquella cama china yo dormí infinitamente, perdido en los sueños, asomándome por sus ventanas a los ríos del sur, a la lluvia de Boroa, a mis escasas obsesiones. De pronto me despertó un cañonazo. Un olor a pólvora se coló por el mosquitero. Sonó otro cañonazo, y otro más, diez mil detonaciones. Cornetas, campanillas, bocinas, campanadas, charangas, aullidos. Una revolución? El fin del mundo?
Era algo mucho más simple: era el Año Nuevo chino.
Era algo mucho más simple: era el Año Nuevo chino.
Para nacer he nacido
Pablo Neruda
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