Bullía la ciudad de existencias jóvenes o viejas, de esperanzas y de enfermedades, de pompas y sueños arcanos. Aparecían también hermosas mujeres bajo los negros árboles, amores que huían a mi espalda y que siempre me serían ignorados. Aquélla me dejaba ir sin compasión, sin llanto; nada había hecho para retenerme; ni una sonrisa, ni una invitación; ni siquiera me había saludado. Con todo, me disgustaba alejarme; era triste separarme de ella; y resultaba amargo pensar en todas las dulzuras que con ella dejaba, en los días bellísimos, los atardeceres suaves y poéticos, las primeras ilusiones, las calles en donde solía encontrarla, los fabulosos portales en donde, quizá, me esperaba; las ocasiones perdidas, las que ni había intentado siquiera; las horas, los días, los años enteros de la rápida vida, arrastrada de aquella manera por vileza o por orgullo. Meditaba en la existencia pasada con la melancolía de tales partidas, tanto más cuanto que el futuro se presentaba incierto como un valle desconocido que encanta y atemoriza al mismo tiempo.. Allá, entre aquellas luces, dejaba las imágenes de la juventud pasada, los atardeceres plácidos y vacuos de pensamientos, los sueños alados, ¡tantísimas cosas que no pueden decirse!
Entretanto, las luces de las casas se hacían cada vez más raras; a medida que nos alejábamos, veíanse menos sombras de jovencitas o rostros parecidos al mío dispuestos a consumir su existencia. El tren me alejaba de la ciudad inmensa.
Entretanto, las luces de las casas se hacían cada vez más raras; a medida que nos alejábamos, veíanse menos sombras de jovencitas o rostros parecidos al mío dispuestos a consumir su existencia. El tren me alejaba de la ciudad inmensa.
Los siete mensajeros
Dino Buzzati
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