Cada año, en cuanto se acercaban ciertas fechas, Julio decía lo mismo: "Las próximas navidades las pasaré en un lugar donde no se celebren las navidades". Esta vez le tomé la palabra. Fue un acto impensado, espontáneo, una decisión que todavía me asombra. Me había detenido frente a una agencia de viajes, miraba los anuncios del escaparate, cuando, casi sin darme cuenta, abrí la puerta, entré y pedí dos billetes para Estambul. La empleada me sugirió que cerrara la vuelta. "Hay una oferta muy especial", dijo. "No incluye hotel. Pero es muy ventajosa. De diez a quince días". Tampoco lo pensé dos veces. "Quince". Era un lunes por la mañana de un frío mes de diciembre. Al día siguiente, por la tarde, incrédulos aún, aterrizábamos en el aeropuerto de Yelsikoy.
-Tengo la sensación de que van a pasarnos cosas -dije.
La niebla había acudido a recibirnos hasta la misma puerta del avión y en el aeropuerto, lleno de gente, se respiraba un extraño silencio. Miré a mi alrededor. Todo de pronto me parecía imposible, irreal. No hacía ni veinticuatro horas que frente a una maleta vacía me había preguntado: "¿Hará mucho frío en Estambul?". Y mientras acomodaba jerseys, bufandas, pantalones, una falda larga (por si acaso), un par de gorros y unos cuantos libros, fue como si, al tiempo, ordenara las imágenes de una ciudad que no conocía. Santa Sofía, la Mezquita Azul, el Gran Bazar... Pero ahora estábamos allí. Con nuestros equipajes en el maletero de un taxi, Julio encogiéndose de hombros e indicando al chófer: "Pera Palas", y yo cruzando disimuladamente los dedos. "Ojalá haya sitio. Precisamente allí. A la primera. En el Pera Palas".
-Tengo la sensación de que van a pasarnos cosas -dije.
La niebla había acudido a recibirnos hasta la misma puerta del avión y en el aeropuerto, lleno de gente, se respiraba un extraño silencio. Miré a mi alrededor. Todo de pronto me parecía imposible, irreal. No hacía ni veinticuatro horas que frente a una maleta vacía me había preguntado: "¿Hará mucho frío en Estambul?". Y mientras acomodaba jerseys, bufandas, pantalones, una falda larga (por si acaso), un par de gorros y unos cuantos libros, fue como si, al tiempo, ordenara las imágenes de una ciudad que no conocía. Santa Sofía, la Mezquita Azul, el Gran Bazar... Pero ahora estábamos allí. Con nuestros equipajes en el maletero de un taxi, Julio encogiéndose de hombros e indicando al chófer: "Pera Palas", y yo cruzando disimuladamente los dedos. "Ojalá haya sitio. Precisamente allí. A la primera. En el Pera Palas".
Con Agatha en Estambul
Cristina Fernández Cubas
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