En uno de los extremos de la cima -"no olvides que es nuestra, que está en nuestro terreno", decía el abuelo -está la cueva. La cueva o lo que sea. Y digo "lo que sea" porque desde luego no se trata de una cueva natural propiamente dicha, sino de un hundimiento del terreno, de una profunda y cuidadosa excavación producida a lo largo del tiempo por curiosos y merodeadores. (Todavía el verano pasado, mi tío descubrió casualmente en su interior, a unos cincuenta metros de la entrada, los picos, las palas, los candiles de unos excavadores furtivos que trabajaban nocturnamente. Excavaban en torno a una gigantesca piedra pulida a medio desenterrar. Mi tío arrojó a lo hondo de la caverna todos aquellos materiales de trabajo e hizo a continuación lo que se ha venido haciendo toda la vida: se hartó de echar tierra en la entrada de la cueva hasta dejarla cegada.)
También como de costumbre, dentro de dos o tres años, alguien vendrá de nuevo a la casa para avisarnos que se está excavando, que vuelven a abrir la boca del túnel que baja precipitadamente hasta no se sabe qué abismales profundidades. Lo que sí es seguro es que nadie, hasta ahora, ha logrado dar con la famosa y gigantesca viga de oro macizo que sostiene toda la montaña o con el oscuro cauce que conduce -otra tenebrosa leyenda celta- hasta el mismísimo mar del noroeste.
También como de costumbre, dentro de dos o tres años, alguien vendrá de nuevo a la casa para avisarnos que se está excavando, que vuelven a abrir la boca del túnel que baja precipitadamente hasta no se sabe qué abismales profundidades. Lo que sí es seguro es que nadie, hasta ahora, ha logrado dar con la famosa y gigantesca viga de oro macizo que sostiene toda la montaña o con el oscuro cauce que conduce -otra tenebrosa leyenda celta- hasta el mismísimo mar del noroeste.
Días en Petavonium
Antonio Colinas
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