Cueva de Altamira. Relieve del techo publicado por Marcelino Sanz de Sautuola en 1880.
Durante los días con Cossío en Tudanca, visitamos también algunas ciudades del norte: ¡Santillana del Mar!, Torrelavega, Gijón, Oviedo... De Santillana, creo, salimos en auto para un encuentro emocionante: los bisontes, ciervos y jabalíes de la caverna de Altamira. Lloviznaba. Nos paramos al borde de un camino ante la casucha del encargado de la cueva, que era, por cierto, un cura. Protegidos por su paraguas rojo, atravesamos unos campos sembrados, rasos, sin señales de nada. De pronto, al bajar un declive del terreno, surgió una puertecilla. ¡Quién lo hubiera pensado! Por allí se penetraba al santuario más hermoso de todo el arte español. A oscuras, empezamos a descender hacia el fondo de la tierra. Una luz se encendió, pero seguimos caminando por un pasillo estrecho, más en pendiente cada vez y húmedo. Yo ni me atrevía a respirar, observando las rocas laterales, deseoso de descubrir algún indicio de lo que íbamos a ver. Nada. De repente, unos ocultos reflectores se prendieron. Y ¡oh maravilla!, estábamos ya en el corazón de la cueva, en la oquedad pintada más asombrosa del mundo. Recostados sobre las grandes piedras del suelo, pudimos abarcar mejor, ya que es baja la bóveda, aquel inmenso fresco de los maestros subterráneos de nuestro cuaternario pictórico. Parecía que las rocas bramaban. Allí, en rojo y negro, amontonados, lustrosos por las filtraciones del agua, estaban los bisontes, enfurecidos o en reposo. Un temblor milenario estremecía la sala.
La arboleda perdida (1942)
Rafael Alberti
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